La calle azul


LA CALLE AZUL

Bastián descansaba en su fino sillón de madera tallada. Pareció no inquietarse ante la apertura repentina de uno de los tres grandes ventanales de la inmensa sala central de aquella vieja mansión colonial. El frío viento de otoño se apoderaba del entorno y envolvía, con su manto helado, la tristeza derramada sobre el pequeño pueblo. 
El anciano, de espesa barba, despegó su enorme talla de su cómodo aposento. Las frágiles maderas del viejo sillón exudaban temor a romperse. Bastián se dirigió hacia ese pórtico abierto por la fuerza del viento y logró cerrarlo. Al hacerlo, apoyó su prominente nariz en el frío cristal. Sus grandes ojos azulados observaban el solitario entorno de San Gregorio, llamado así, en memoria de un hombre viejo que murió esperando los fondos para la construcción de una capilla que nunca llegaron. 
Una fina e inesperada llovizna comenzó a caer. El anciano pensaba que sería poco probable, si la lluvia se hacía más intensa, poder realizar su trabajo rutinario de limpieza en la vieja y solitaria estación de tren. El espigado hombre no aceptaba esa posibilidad de tener que quedarse en casa. 
Las horas pasaban. Bastián seguía allí, a punto de resignarse, inmóvil, observando y meditando. Caminó luego hacia las ventanas laterales que mantenían la proporción con las de frente. El fuerte viento sur abrió súbitamente el ventanal. El agua de lluvia acarició su rostro, pero, sin darle importancia, observó la belleza de la calle azul ante sus ojos. Gregorio (el párroco del pueblo), le había dado ese nombre un hermoso día de otoño. La angosta calle, jerarquizada por enormes árboles jacarandá, descansaba. 
Sus hojas cubrían el pasaje y le daban la coloración tan característica de la bella flor. 
Bastián se perdió en su belleza y su pasado tomó la forma de ese niño que había sido y que nunca dejaría de ser. 


El inglesito caminaba despacio. Un día de escuela lo esperaba. Parecía estar contento, pero, a la vez, estaba pensativo. Gregorio lo saludaba mientras podaba los pequeños jacarandás, que, a uno y a otro lado de la calle, se levantaban con ánimo en esa tibia mañana. 


—¡Buenos días, Bastián! Veo que has madrugado y llegarás temprano a la escuela —dijo Gregorio asombrado. 

—¡Sí, padre Gregorio! Quería aprovechar el poco tiempo que tengo para visitar la estación. Me gusta mucho estar ahí —respondió Bastián, alegre y sonriente. 

Gregorio comprendió al niño y notó el gran esfuerzo del pequeño por encontrarse a sí mismo. El inglesito buscaba la soledad y siempre recurría al párroco, sin parroquia, para encontrar respuestas para todas sus preguntas. 

El pequeño caminaba impaciente y, Gregorio, antes de que Bastián se alejara lo suficiente, le dijo: 

—¡Bastián, Bastián! ¿Podrás visitarme hoy? Estaré aquí y tomaremos un té caliente con unas ricas galletas… ¿Qué te parece? 

—¡Sí, padre Gregorio! Me encantaría. Necesito su compañía agradable porque últimamente me he estado aburriendo demasiado. 

El padre Gregorio sonrió con la respuesta de su pequeño vecino y lo despidió con una bendición. La misma que, en cada domingo, le brindaba al resto del pueblo y, al aire libre, cuando el clima se lo permitía. 


El padre de Bastián había venido con el ferrocarril allá por el año 1912. En ese entonces, había 47.000 km de vías férreas con el apoyo de capitales ingleses, franceses y argentinos, ubicando a la Argentina en el décimo puesto mundial en cuanto a la cantidad de vías emplazadas. El ferrocarril era, en ese entonces, la gran palanca de poblamiento y desarrollo del país. En el año 1946, los ferrocarriles pasarían a manos del estado y, diez años después, comenzaría un período de regresión a favor de la red caminera, desarrollando planes de clausura y levantamientos de vías. 

Y, allí, estaba el inglesito. Haciéndole compañía a una de esas tantas estaciones olvidadas. El pequeño Bastián se sentaba en los finos y gastados bancos de madera y observaba los empañados rieles por el rocío de la mañana y esperaba, tal vez, al gran fantasma de hierro arribando a la estación y trayendo la alegría al pueblo. 
El inglesito, a veces, se quedaba horas sentado. Su ser se empapaba con el cálido vestigio de la ausencia. En sus ojos, la tristeza posaba como en los de su padre Alan, enfermo y postrado, y su madre Alba, a su lado, cuidando a su amor tan preciado. 
Todo parecía repetirse. Bastián esperaba recordando las historias de su padre, cuando las oficinas de la vieja estación se veían pobladas por los pacientes pasajeros que esperaban la llegada del tren, la mayoría tal vez, para escapar del pueblo que no tenía futuro. Los jóvenes se alejaban de San Gregorio y la mayoría jamás regresaba. 
La campana de la escuela sonó repentinamente. El inglesito puso fin a su descanso melancólico y comenzó a caminar en busca del frío y despintado banco de escuela que lo esperaba en la fría mañana. 
Solo diez niños concurrían a la pequeña escuela rural. Nueve de ellos venían de Simoca. Sus padres habían sido contratados temporalmente por una compañía vial. Bastián era el único niño oriundo de San Gregorio. El pueblito albergaba en su mayoría a ancianos y gente de paso. Muchos de ellos trasladaban a sus familias de un lugar a otro en busca del preciado y escaso trabajo. 
Nada parecía cambiar el constante y pesado sueño de San Gregorio y Bastián bailaba a su ritmo. 

Bastián pasó la última miga de pan sobre el plato de comida y, pasado el mediodía, se alejó del comedor de la precaria escuela y regresaba a casa. Así, todos los días. Para ver a Alba y a Alan. Los únicos que esperaban, a diario, su retorno feliz. 
Un día sábado agrio sorprendió a Bastián en su camino de ida. Una tenue lluvia caía. Se detuvo en la solitaria estación. Esperó para decidir qué hacer ante tal sorpresivo momento. Allí estaba el inglesito pensativo, luciendo un hermoso y limpio guardapolvo. Su carterita negra en la que llevaba su cuaderno y un pequeño manual de estudio que ya tenía entre sus manos. Estaba a punto de abrirlo y leer, al azar, alguna historia distinta. 
La campana no sonaba y esperaba. Todos parecían dormir. El viento se apiadó de Bastián y le trasmitió que era sábado y no tenía que ir a la escuela. 
Bastián se quedó sentado, descansando y algo extraño comenzó a suceder en medio de la calma… 

... Desde el silencio reinante, el fantasma de hierro se acercaba. El niño creyó estar soñando. La vieja estación se pobló de repente y el tren se detuvo en el andén. La alegría del entorno chocó con los ojos de Bastián que se mezcló con el gentío, buscando a alguien que le diera alguna respuesta del tan sorpresivo arribo. Nadie notaba su presencia. Nadie parecía tener ojos para verlo. Solo un hombre joven se acercó y abrazó al niño sorprendido. Bastián intentaba reconocer el sonriente rostro del extraño, que vestía un llamativo uniforme de guarda trenes. Su cara le pareció familiar. El hombre lo besó y se perdió rápidamente en una de las oficinas de la pequeña estación. Bastián le siguió. Pensó preguntarle acerca de su parecido con alguien que conocía muy bien, pero la silueta del uniformado se desvaneció ante su mirada. 
Las ruinas de la pequeña oficina estaban ante sus ojos. Luego, el tren, partió; y Bastián volvió a ver ese rostro sonriente que se alejaba saludando desde la empañada ventanilla. 

Todo era realmente extraño para el inglesito que pareció despertar. Volvió a cerrar sus ojos cuando, desde el banco, donde él esperaba todos los días la campana de escuela, notó la presencia de una niña que lo invitó a sentarse a su lado. El inglesito la miró fijamente y se perdió en los ojos azules de la pequeña. Era muy hermosa y tenía en sus manos un ramito de flores de jacarandá y tres pequeñas florecillas adornaban su cabello. Su perfume acompañaba el aura inquieta de Bastián. Ahí se quedaron por largo tiempo. Ninguno de los dos dijo una palabra. El inglesito despertó. Todo había sido un sueño…un hermoso sueño. 
Gregorio encontró al pequeño recostado en el banco de madera. El párroco abrazó al niño y regresaron a su hogar. 
En el trayecto, el párroco le comunicó al inglesito que su padre había fallecido de muerte súbita. El inglesito lloraba y comprendía el suceso premonitorio ocurrido en la estación. El guarda trenes era Alan, su padre; y Bastián lo había visto partir sonriente sin poder olvidar ese beso de despedida y todo el amor dejado en la partida de ese tren que no olvidaría jamás. 
Mucho tiempo después, Bastián terminó sus estudios y, con veinte años de edad, se convirtió en el único empleado con sueldo fijo que tenía la estación abandonada. El ferrocarril decidió restablecer el servicio de carga para poder unir el sector comercial que unía San Gregorio con Simoca y Rosario de la Frontera. También se dispondría un vagón de pasajeros para trasladar, desde el pueblo, a todo aquel que deseara concurrir a la tradicional fiesta de los sábados, en Simoca. Todo eso sucedía a un ritmo vertiginoso e inusual para el pueblo que parecía avanzar. 

Una fría mañana de marzo, un hermoso sulky proveniente de Simoca se desplazaba silencioso por el camino lindero de la estación. Bastián, curioso como siempre, intentaba ver a quién transportaba el bello coche de tiro. La nueva maestra de escuela arribaba a San Gregorio y los ojos de Bastián se fijaron en los de la joven que traía entre sus manos, un hermoso ramo de flores azules… 

…Ambos sonrieron. El destino los había unido desde hacía tiempo. 

El pasado, el presente y el futuro habían pasado por los ojos del niño en ese sábado de misterio y de muerte. 
La joven maestra y Bastián se casaron una fría mañana de abril. 
Pero, al año siguiente de la boda, los ojos claros de la joven se cerraron para siempre. Una extraña enfermedad (Mal de Chagas) quebró su cuerpo frágil. 
El inglesito visitaba a diario el pequeño cementerio detrás de la estación, y permanecía horas cerca de las tumbas de su amor y su padre. 

El recuerdo de ese niño se desvaneció. Dejó de llover. Bastián cerró la ventana y su rostro se reflejaba en el cristal. Tocó sus mejillas y sus cabellos blancos como la tiza. Su cuerpo estaba un poco helado. Pensaba que le vendría bien beber algo caliente. Se alejó de la ventana y se dirigió hacia la cocina. Se sentó en su fino sillón y comenzó a beber la infusión vertida en un hermoso y colorido tazón antiguo de porcelana, observando una antigua cómoda de madera en medio de la sala, que tenía un fino espejo de tres lunas biselado, donde descansaba una lámpara de orgulloso bronce. Pensaba que sería bueno darle una limpieza. Una delgada, pero molesta capa de polvo, opacaba su brillo. Al tomarla entre sus manos, notó su considerable peso, ya que, nunca, la reliquia había sido corrida de su lugar. La cómoda lucía ahora diferente. Bastián se dio cuenta rápidamente de ello y quiso volver a colocar la lámpara nuevamente en su lugar. Pero no lo hizo. Caminó hacia atrás sin despegar sus ojos de aquella sorprendente escena. Se sentó en su sillón y se maravilló por primera vez al apreciar la hermosura que emanaba de aquel vacío. Un brusco impulso lo desaferró de su aposento y lo catapultó hasta estar a unos pocos pasos de la escena. Extendió sus largos brazos hacía uno de los espejos y se apoyó en él por un breve instante. Luego levantó su cabeza y solamente sonrió. Volvió a su sillón y lo arrastró por el frío parqué y lo situó en medio de la sala, mirando hacia la ventana que daba a la calle azul. Por primera vez sus pensamientos en aquella mañana se plasmaron en palabras en voz alta y aguda: 

—¡Bien se vería el fondo de la sala sin esos sillones! 

Sin dudarlo, Bastián abrió nuevamente la ventana y arrojó, una a una, las reliquias al jardín. Su repentino estado alterado no cesaba y continuó murmurando: 

—¡Bien se vería el frío piso sin todas estas cosas pesadas sobre el! 

El jardín se adornó con los muebles apilados y algunos destrozados por el impacto al arrojar todas las antigüedades de la sala al gran espacio florido. Solo su sillón permaneció intacto en la sala y parecía gozar el ritmo de la escena en medio de la gran mansión. Bastián cayó de rodillas agotado por el tremendo esfuerzo sin pausa. 

Su ritmo cardíaco había aumentado considerablemente. Se lo veía feliz al ver el vacío que había producido el gran desapego. Quiso luego incorporarse pero no pudo. Sus rodillas se vencieron y cayó más pesadamente mirando su viejo sillón. 

—¿Cómo lucirás pronto en esta sala sin mí, viejo amigo, sabiendo que debo marcharme? 

Bastián cerró sus ojos y se durmió. 

A la mañana siguiente nadie fue testigo de su partida. El fantasma de hierro se llevó la tristeza del descolorido bufón de trapo. Pero, antes de partir, la calle azul extendió sus brazos. Bastián se envolvió con el ritmo de su belleza y se la llevó con él.



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