Alfeñique


Cuanto más se eleva un hombre, más pequeño les parece a los que no saben volar.

Friedrich Nietzsche


ALFEÑIQUE

Era un día ventoso y lluvioso cuando el joven, Richard Henz, se despidió del mundo y de sus seres queridos.
El joven Henz se había instalado en una antigua y confortable casona de Manuel Ocampo, un pueblo pequeño y rural del norte bonaerense, situado a pocos kilómetros de Pergamino, una de las principales ciudades de la Provincia de Buenos Aires.
Richard era un joven entusiasta, un enamorado de la vida. Alfeñique (como le decían sus amigos y su padre) había planeado hacer muchas cosas, aunque él sabía muy bien que cien años no serían suficientes para cumplir con todas sus ambiciones.
Antes de mudarse a la casona, el cumpleaños número veinticinco de Richard había sido muy singular, una íntima reunión, más el desahogo de haber podido mitigar cierta aversión hacia algunos de sus familiares.
 El día lucía triste y agresivo cuando Richard desapareció de la faz de la tierra, un enorme temporal de lluvia y viento azotaba Pergamino y la zona rural.
Richard Henz se levantó temprano aquella mañana, una mañana desafortunada para muchos. El joven había decidido recorrer los escasos dieciocho kilómetros que separaban al pueblo de la gran ciudad. Richard pensaba hacer algunas compras de rutina, visitaría el sitio y regresaría rápido a Manuel Ocampo, ya que el tiempo, según el servicio meteorológico, iba a desmejorar considerablemente en horas del atardecer.
Richard llegaba a Pergamino y comenzaba a preocuparse por el estacionamiento de su camioneta sobre la arteria principal de la ciudad. La caída inesperada de un fuerte granizo obligaba al joven Henz a buscar un refugio inmediato y adecuado a la circunstancia. Un enorme árbol jacarandá protegería a su vehículo de la pedrada —pensaba Richard.
El joven logró estacionar su camioneta “Hilux”, que tenía el mismo color de los grandes nubarrones que pugnaban con los rayos del sol por el liderazgo del firmamento. Descendió del vehículo lentamente debido al desasosiego que le provocaba la bravura del temporal. Richard, como de costumbre, cerró de un fuerte golpe la puerta del acompañante mientras el viento enfurecía. Pero Richard intuía que el temporal no sería demasiado peligroso como tantas otras veces.
La arteria angosta estaba saturaba de desechos voladores. Richard se daba cuenta de que realmente estaba en aprietos al dar los primeros pasos sobre la vereda. Su estabilidad se puso en dudas porque sus piernas no tenían la fuerza necesaria para hincarse firmemente sobre el piso de baldosas gastadas y mugrientas. La presión del viento comenzaba a deformar su semblante y a agitar su holgada vestimenta colorinche, semejante a una pantomima ridícula. Richard temía trastabillar, pero no pensaba sujetarse al tronco del jacarandá para ridiculizarse ante la presencia de algunas jovencitas que lo observaban desde el interior de una inmobiliaria. Pero, a pesar de ello, Richard sabía que el viento no lo dejaría avanzar y no tendría piedad con él, cuando en otros tantos ataques anteriores lo había arrastrado a varios kilómetros de su casa. Eran “cuentorias” que dejaron de ser falsas un día ventoso de abril, cuando varios vecinos vieron a Richard volar como un pájaro y aterrizar bruscamente sobre los campos sembrados, pero sin sufrir traumatismos graves.
Richard recordó parte de esas odiseas pasadas y se arrimó sin perder tiempo al cuerpo encorvado del gran árbol de flores azuladas. Se puso en punta de pies y, con sus largos brazos, logró alcanzar una de las ramas salientes del jacarandá. El árbol reaccionó con el peso del joven. La copa tupida del ejemplar logró acariciar el techo de su vehículo. Richard estaba agitado. Henz y el brazo del jacarandá estaban a punto de echarse a volar, pero Richard seguía allí, amarrado fuertemente al árbol como si esa rama fuese el cuello de su peor enemigo. Richard se balanceaba al ritmo del resto del ramaje: hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo.
–¡Es increíble lo que está ocurriendo! ¡Otra vez el viento intenta llevarme! –dijo Richard mientras la alianza con el árbol era algo jocosa para algunos transeúntes curiosos que no tenían mayores inconvenientes para caminar.
Richard observaba sonrojado a la gente que no podía evitar sonreír con su infortunada circunstancia.
Luego de unos minutos, aprovechando la merma del viento, el joven Henz dejó de mecerse y se soltó del ramaje cómplice. Sus tobillos crujieron y sus rodillas se doblaron un poco cuando sus pies tocaron nuevamente el suelo. Richard respiró hondo y pasó el antebrazo derecho por su frente para enjugar su transpiración, una rara mezcla de agua de lluvia, aceite negro y polvo de tierra. Richard no deseaba estar delante de un espejo en ese momento. La vorágine de la ventisca había deshilachado su delgada humanidad, no obstante, logró dar los ansiados pasos sobre la vereda. Estaba contento y de pie y, sobre todo, había evitado emular a una cometa que la terrible tempestad hubiera arrastrado otra vez. Henz imaginaba lo que hubiese ocurrido si la mala fortuna lo hubiera abofeteado en ese momento. Hubieran sido decenas de voces tamborileando en su cabeza:
–“¡Miren al flacucho! ¡El viento se lo está llevando! ¡El flacucho está volando!”
Hubiese sido engorroso e inadmisible un momento así, porque la autoestima de Henz estaba perdiendo la categoría, y él sabía que la ironía y el sarcasmo siempre conservaban su lugar para aflorar en el momento más oportuno de cualquier hecho o circunstancia.
El viento amainó pero su furia se repetía en cortos intervalos. Henz aprovechó el instante de calma y se aseguró que las puertas del vehículo se mantuvieran bien cerradas. Comprobó también que fuera mínima la distancia entre el cordón de la arteria y las ruedas de la camioneta. El vehículo debía estar correctamente estacionado.  Richard Henz era observador,  muy correcto y respetuoso. Había vivido en ciudades europeas y estaba acostumbrado a respetar las leyes. Su ascendencia era alemana y española. Era un hombre alto y extremadamente raquítico. En su rostro se destacaba su enorme nariz y sus brillantes ojos azules.
Henz continuaba observando la descomunal fuerza de la tormenta que regresaba después de un corto receso.
El viento arrasaba con todo. Arrastraba marquesinas iluminadas, carteleras, basura, además de arrancar de cuajo algunos árboles viejos.
La naturaleza se equilibraba y el viento y la lluvia hacían su trabajo. La cantidad de agua acumulada saturaba los desagües. El temporal continuaba sesgando el ramaje achacado de los imponentes árboles que jerarquizaban la Avenida De Mayo.
Richard Henz sabía que debía salir cuanto antes del lugar y buscar refugio seguro. Entonces, Richard se dirigió hacia el supermercado “El Mago”, ubicado a pocos metros de su camioneta estacionada. Caminó a tranco largo por una empinada rampa para personas con discapacidad y luego traspasó la puerta de vidrio blindado. Posiblemente, el cerramiento húmedo e impregnado de suciedad y hojas desprendidas de los árboles, ocasionaba algún tipo de inconveniente para ingresar, quizás por esa razón estaba abierta.
El interior del mercado lucía colmado de clientes. Muchos habían entrado presionados por el instinto de supervivencia. Otros estaban dentro desde el comienzo del temporal y esperaban que la tormenta pasara. Los clientes del mercado echaban su atenta mirada a las góndolas rebasadas de mercadería, pero sin tocar nada. Algunos pocos clientes parecían ignorar lo que afuera estaba sucediendo y llenaban sus carros con comestibles.
Richard musitaba algunas palabras y mostraba su descontento por lo que estaba ocurriendo en la ciudad, mientras una estrujada cartelera de hojalata golpeaba el ventanal del supermercado. La inmutabilidad del cajero era llamativa. Daba la impresión de que solo estaba pendiente del dinero que depositaban sus clientes en sus pequeñas manos. Era un hombre de rostro inexpresivo. Sus ojos eran marrones y su boca era ancha y firme. La nariz era grande y sus orificios nasales tenían, quizá, el mismo diámetro de una moneda de diez centavos.
«Con semejante nariz, este hombre no tiene problemas para respirar» –pensó Richard.
 Además, el cajero era bajo de estatura, algo barrigón y de tez oscura. Richard, como buen observador, podría desnudar la personalidad del hombre en pocos minutos de charla, pero al parecer, muchos clientes conocían bien al cajero, puesto que la conversación se hacía prolongada y a nadie le importaba proteger su privacidad o intimidad. Era un típico negocio familiar a pesar de estar ubicado en el radio céntrico de la ciudad. Y nadie tal vez se consideraba persona entremetida, aunque a algunos de sus clientes (ocasionales o foráneos) les llamaba la atención el eficiente desempeño del viejo a pesar de tener  los dedos de las manos agarrotados y temblorosos, quizá a causa de algún problema nervioso.
Richard no tardó demasiado en abastecerse. Cargó su canasto con lácteos, fiambres, algunas frutas, bebidas gaseosas y algo de pan. Mientras esperaba su turno para abonar, observaba el exterior. El viento cesaba y llovía con más intensidad. Era evidente de que el viento causaba más temor en la gente que la misma lluvia, pues las calles se estaban poblando de personas que comenzaban a desplazarse por las sucias veredas y no les importaba empaparse. Richard Henz sabía que el ser humano lleva en sus genes el don de negociar, de aceptar pan antes que recibir nada, o de acostumbrarse a cualquier tipo de cambio aunque este fuera traumático.
–Su turno, joven –dijo el viejo.
– ¡Oh!, disculpe. Estaba distraído –dijo Richard.
–No se preocupe por la lluvia. Está lloviendo desde hace días en la ciudad –informó el cajero. –
El hombre sumaba con rapidez y facilidad, pero se le dificultaba un poco su trabajo en el momento de desdoblar los billetes para cobrar o dar el cambio. Seguramente ocurría algo grave en sus manos –pensó Richard.
–Parkinson –dijo el cajero.
–Lo siento –dijo Richard.
– ¿Y su problema joven? –indagó el viejo.
–¡Oh!, es usted una especie de clarividente… ¿Cómo sabe que estoy enfermo?
–Todos estamos enfermos –respondió el cajero.
–Claro. Es verdad lo que dice. Sufro descompensaciones cardíacas y algunas otras rarezas inexplicables –dijo Richard.
–Tiene usted una gran enemistad con el viento. Lo siento. Me di cuenta de ello y no soy vidente. Estaba usted muy agitado antes de ingresar al negocio, extremadamente agitado a pesar de su edad. Su semblante había tomado otra coloración. Sé mucho de enfermedades y he sido hipocondríaco por mucho tiempo. Es usted muy observador, pero yo también lo soy. Y sé también que usted es foráneo –dijo el cajero.
–Sí, lo soy. ¿Cómo se ha dado cuenta de ello? –indagó el joven.
–Nadie que reside en la ciudad sale a la calle con un vehículo nuevo en tiempo de tormenta, señor…
–…Henz. Richard Henz.
–No me equivoqué entonces, señor Henz. Es un apellido alemán, ¿verdad?
–Lo es. Mi madre era alemana y mi padre español. Él vive, ella no.
–Lo siento mucho… me llamo Carlos Carreras –dijo el cajero mientras su semblante seguía rígido e inexpresivo como un clavo en la pared.
–No se preocupe, señor Carreras. Todos morimos. Tenga usted buena semana. Ha sido un placer. Debo marcharme. Usted tiene gente a quien atender.
–No se preocupe por la gente, señor Henz. La gente refunfuña, pero siempre vuelve. ¿Va usted lejos?
–A Manuel Ocampo –contestó Richard.
–¿Es usted otro estúpido taxonomista? –preguntó Carlos.
–Ya no me sorprende su intuición…pero, ¿Cómo supo que es uno de mis hobbies preferidos? Sepa disculparme si no entiendo hacia dónde apunta su pregunta, señor Carreras. Me gusta mucho estudiar los insectos, pero me gano la vida como profesor de matemáticas en una escuela secundaria –dijo Richard.
–En Manuel Ocampo sólo hay arañas, señor Henz. ¿Acaso no lo sabe?
–No, señor Carreras. Mi padre compró la propiedad hace tiempo y no la hemos visitado últimamente. Llegué esta mañana al lugar y ni siquiera tuve tiempo de andar por sus alrededores.
–Hágase a un lado y espere un momento, señor Henz.  Tengo que decirle algunas cosas que debe saber –dijo Carlos–, preocupado por la ignorancia del joven.
–Lo espero, señor Carreras. Disponga de su tiempo. Recorreré las góndolas para verificar si he cargado con todo lo necesario para mi estadía. –
Richard observó la expresión en los ojos del cajero cuando le dijo que se dirigía hacia Manuel Ocampo. Las pupilas dilatadas de Carlos Carreras eran reveladoras. Alguna especie de peligro giraba alrededor del pueblo; y Richard trataría de averiguar lo que sucedía.
Carlos no tardó en reanudar la charla:
–Venga por aquí, señor Henz. Acompáñeme hacia la parte trasera. Allí le explicaré. No se preocupe por la clientela, pues ha llegado el cajero de turno. Y es tan hábil con el dinero como lo es su maestro.
–¡Ja, ja!... es usted chistoso, señor Carreras!
–Puede llamarme Carlos, sí así lo desea, pero yo le llamaré señor Henz. Es menos complicado que su nombre de pila.
–Está bien, Carlos, pero, dígame, ¿Por qué se ha puesto tan nervioso?
–No quiero que allí muera nadie más, señor Henz.
–Yo no vengo a morir…bueno, eso creo. He venido a descansar un poco, Carlos.
–Es lo mismo. Aunque usted fuese un mediocre taxonomista, sabría que las arañas tienen cerebro, y que, a pesar de ser muy pequeño, es suficiente para causarle algunos inconvenientes, señor Henz. Manuel Ocampo es territorio de arañas. Le hincarán los dientes. Se lo aseguro. No vaya allí. Tome sus pertenencias y márchese, o quédese acá en Pergamino. La ciudad es buen lugar para descansar. Visitaría los cinemas, almorzaría y cenaría rico y abundante… también se puede disfrutar del café más caro del planeta.
–Mmmm… me sorprende lo que dice, Carlos. Pero mi padre quiere saber en qué condiciones se encuentra el lugar… creo en sus palabras, pero… ¿Qué tan peligrosas son las arañas que viven en el lugar?
–Demasiado peligrosas, señor Henz, y de todos los tamaños y especies.
–Pero si fuese peligroso, no deberían permitir el ingreso a la zona rural. Habría carteles indicadores, muertes, desaparecidos, pedidos de paradero, etcétera, etcétera, señor Carreras. Además, la zona estaría fumigada… ¿No piensa usted igual?
–Ochenta y siete familias han desaparecido, señor Henz. El pueblo entero ha desaparecido. Corrobore la información que le estoy dando y lea el diario y el semanario local.
–Soy de Mina Clavero, Carlos. Estoy lejos de aquí, pero no sabía nada acerca de las desapariciones. Tal vez nuestro casero haya desaparecido, ya que no pude conectarme con él antes de venir hacia aquí.
–Hay una extensa lista con el nombre de los desaparecidos a su disposición, señor Henz.
–Pero… ¿Cómo es posible que no hayan encontrado algún cadáver, Carlos?
–Muchos pueblos usaron los agujeros en la tierra para sobrevivir, señor Henz.
–¿Alguien pudo hallar alguna prueba concreta?
–Aún no.
–Entonces, investigaré acerca de ello, Carlos.
–Sabía que no me haría caso, señor Henz. Es por esa razón que le pedí que me acompañara a este sector. No haga preguntas y llévese lo que le voy a entregar. –
Carlos Carreras caminó unos pocos pasos por el pequeño depósito de mercaderías y se dirigió hacia uno de los rincones del espacio sombrío. Richard Henz le seguía de cerca y no se imaginaba lo que la mente de Carlos había prediseñado. Carlos se mostraba algo enigmático, pero tenía una conducta consecuente a pesar de que la verdad que revelaba parecía salir de un libro de Clive Barker.
Un oscuro y pesado baúl descansaba sobre el piso del depósito. Estaba cubierto con una manta oscura, y tal vez impregnada con una gruesa capa de polvo. Carlos Carreras sujetó la colcha fuertemente con sus manos y la sacudió repetidas veces como si la manta fuese un látigo castigando el vacío. La manta se puso más liviana después de las sacudidas, pero una nociva nube de polvo invitó a toser descontroladamente a los dos hombres.
–Disculpe, señor Henz. No sabía que era alérgico al polvillo, pero tampoco pensé que hubiera tanta suciedad concentrada en una pequeña frazada.
–No se preocupe, Carlos. Ya pasará. Pero… ¿Qué contiene el baúl?
–Armas y pertrechos de guerra, señor Henz. Las necesitará. Llévese todas, por favor. Hay pistolas, ametralladoras, Fal, AK47, granadas de mano, algunos explosivos plásticos y varios pertrechos más. Acerque la camioneta hasta la puerta trasera. Hágame caso, señor Henz. Si va a morir devorado por las arañas, tiene que matar a muchas de ellas hasta que la suerte deje de acompañarlo. No es un consuelo para tontos, aunque yo pienso que usted es el tonto más grande del planeta. Y me pondrá contento si aniquila a unas cuantas criaturas antes de quedar envuelto en seda y seco como “bolsillo de linyera”.
–Sepa disculpar, Carlos. Pero no estoy en condiciones de ir a una guerra. Usted me sorprende demasiado y, a pesar de ello, creo que dice la verdad. No me arriesgaré a llevar las armas. Si me detiene la policía ¿Qué explicación les daría? Lo siento, Carlos.
–Perfecto, señor Henz. Su personalidad y sus principios antes que su propia vida. No voy a culparlo por no aceptar las armas. Decidió sabiamente como cualquier ser humano normal. Pero sigue siendo un idiota. Y no se olvide que nunca estaré de acuerdo con su decisión de instalarse en la casona rural.
–No se preocupe, Carlos. Estaré bien. Deme su número de teléfono si le parece bien. Me comunicaré con usted desde Ocampo.
–Me parece una buena idea. Igualmente, acerque la camioneta para cargar sus víveres.
Al salir del supermercado, Richard dejó escapar un chasquido de disgusto entre sus mandíbulas apretadas, pues varios gajos de los árboles habían golpeado y dañado severamente varias partes de la carrocería de la flamante camioneta de su padre.
–¡Maldición! Es verdaderamente increíble lo que me está pasando –dijo Richard, lamentándose de su mala racha.
Richard quitó el peso del colorido ramaje que cubría por completo la carrocería de la camioneta y se dirigió tímidamente hacia la puerta trasera del mercado.
–Arrime el vehículo, señor Henz. Tenga cuidado porque la entrada es bastante angosta y puede…
…El ruido desconcertante que prosiguió evitó que Carlos terminara de hablar. Carlos no pudo evitar llevar las palmas de sus manos a su cabeza en señal de disgusto. Era la primera vez que su rostro se expresaba con mucho desconcierto. El tremendo golpe de la chapa y el plástico de las balizas contra el cerramiento metálico del garaje fue ensordecedor.  Richard se tomó su tiempo para salir del vehículo. Pensó en lo peor. Lo peor significaba nuevos abollones y luces rotas. Respiró hondo y decidió bajar. Pero, al intentar descender, esta vez fue la puerta que dio de lleno contra la pared recubierta de piedra.
–¡Lo lamento muchísimo, señor Henz! No se me ocurrió advertirle que el garaje es demasiado angosto. Debe ahora adelantar su camioneta un par de metros para poder descender –dijo Carlos con desazón.
–«Piensa mal, te irá mal» –dijo Richard en voz baja.
Luego de hacer lo que Carlos le había recomendado, Richard descendió al fin de la camioneta averiada. Era evidente de que el joven Henz estaba nervioso, pues teniendo un día normal se hubiese dado cuenta de que el garaje era angosto y que las puertas del vehículo no tenían demasiado ángulo de giro para abrir sin inconvenientes. Pero la atención de Richard parecía estar en otra parte, tal vez en lo que acontecía en la granja. Aunque, por momentos, pensaba en desistir con el proyecto de instalarse unos días en la casona, pues comenzaba a presentir que la mala suerte continuaría. Pero Henz sabía que no tendría una buena excusa para darle a su padre y optó por arriesgarse al peligro, porque a pesar de lo que Carlos le había contado sonaba descabellado, no le importaba demasiado.
Richard tenía varias teorías que podrían considerarse también inverosímiles. Pensaba que Dios había creado al ser humano por medio de un complejo cálculo matemático y, consecuentemente con ello, podría conocer mejor a una persona si ahondaba en lo más profundo de las ciencias exactas. Richard Henz era un excelente matemático. Daba clases por la mañana en una escuela técnica de Villa Carlos Paz para alumnos secundarios y, por la tarde, no descuidaba la parte contable de la empresa de comercialización de pesticidas para el campo, propiedad de su padre.
Carlos Carreras despidió a Richard y le entregó algunas recomendaciones escritas en una carilla de papel arrugado:
“Tenga cuidado, joven. Recuerde que las arañas son solitarias, pero las que hay allí andan en grupos. Tienen glándulas venenosas en los quelíceros con las que paralizan a sus presas como si trataran de humillar a la especie que atacan. Producen seda o telaraña que usan para tejer redes de caza, tapizar refugios e incluso hacerse llevar por el viento. No lo olvide. Mucha suerte”.
Richard leyó el mensaje y recordó las palabras de Carreras cuando, al llegar a los límites de la casona, una enorme araña golpeó con fuerza la puerta derecha de la camioneta. El joven Henz detuvo la marcha de la Hilux ante semejante sorpresa. Pero una segunda araña abolló de un golpe el guardafangos trasero. Richard no tuvo tiempo para reaccionar, ya que una tercera araña, trepó al capot del vehículo. La conducta de la araña era un tanto parsimoniosa y parecía ignorar a Richard que desfallecía de terror. Prisionero dentro de la cabina y sin saber qué hacer, Richard Henz transpiraba un sudor tan frío como las letras de imprenta de un recorte de diario. Sus manos enlazaban el volante de la camioneta con mucha fuerza y firmeza, a tal punto que sus dedos lucían amarillentos.
Las criaturas que habían golpeado la camioneta ya no estaban, pero la enorme araña seguía apostada sobre el capote y dejaba ver los artejos de sus enormes patas. Richard analizaba minuciosamente al animal para tener una idea más clara de lo que debía hacer en los siguientes minutos. Observaba que tanto la coxa como el trocánter, el fémur, la patela, la tibia, los metatarsos, los tarsos y los pretarsos eran de un tamaño jamás visto por ningún taxonomista experto del planeta. Los quelíceros del arácnido presentaban una sola articulación, entre la base muy abultada, y una uña distal del tamaño de un puñal. Los pedipalpos eran semejantes a las patas y parecían que podrían apoyar en el suelo sin inconveniente y, por momentos, la araña los levantaba por delante del cuerpo. Richard sabía que las arañas podían alcanzar longitudes corporales que oscilan entre los 0,5 mm y los 9 cm, propios de algunos migalomorfos tropicales, los cuales pueden capturar pequeños pájaros y, con las patas extendidas, alguno de éstos puede sobrepasar los 25 cm. Pero el tamaño del arácnido que destruía de a poco su camioneta, era descomunal. Era un momento único para Richard y lo impulsaba a obtener con la cámara de su celular la mayor cantidad de imágenes posibles. No quería perder de vista al arácnido, aunque por un momento pareció renunciar al extraordinario espectáculo que la naturaleza le estaba brindando y desistió en llamar a Carlos Carreras. Luego continuó sacando fotografías y vociferando algunas palabras:
–¡No puedo aceptar lo que estoy viendo! ¡Mi Dios! Esto sí que es descabellado. Solo en el Carbonífero superior y en  el Pérmico existieron arañas de más de 50 cm. La que estoy viendo tiene, tal vez, el tamaño de un oso adulto. Richard seguía observando a la enorme araña. Parecía ser un animal extremadamente depredador, pues los quelíceros desprendían un líquido amarillento y viscoso. Parecía ser enzima digestiva o algún otro tipo de ácido, pero Richard no quería estar tan cerca de sus fauces para averiguarlo. El arácnido tenía una presa y estaba realizando una digestión externa de la misma. La araña masticaba el trozo de una pierna humana. Los enormes dientes que forman parte del artejo basal de los quelíceros trozaban la carne descompuesta, mientras los "pelos" filtraban posiblemente el alimento y separaban las partículas sólidas del líquido. Richard comenzó a grabar lo que estaba viendo y pensaba que la araña no sería peligrosa por el momento. No volvería a tener hambre por varias horas, porque tal vez sus intestinos habían almacenado suficiente alimento. Richard podía sentir los latidos del corazón del arácnido. Eran latidos secos y cortos. Quizá veinte latidos por minutos. Richard no debía desesperar y analizaba el movimiento de la araña. Richard pensaba en abandonar la camioneta y correr hacia la casona, pues sabía que el bombeo del corazón del arácnido no podría ser capaz de elevar la presión sanguínea y darle mucha velocidad al movimiento de sus patas, y mucho menos cuando estaba en pleno procesos de excreción. Pero Richard también pensaba en su propio corazón y dudaba que su bobo pudiera serle fiel en el largo trayecto que debía recorrer a toda velocidad para llegar a la casona. Mientras tanto, la araña seguía allí, encima de la devastada camioneta de su padre. Sus glándulas coxales depositaban tanto excremento que, en pocos segundos, el capot del vehículo era un charco de suciedad del color de la achicoria. Richard pensaba y seguía analizando el comportamiento de la araña mientras le hablaba en voz alta y entrecortada a la grabadora de su teléfono. Observaba que los pedipalpos estaban activos y parecían olfatear su movimiento dentro del vehículo. Cada movimiento, por más pequeño que fuera, era captado por la enorme araña que parecía tener una vista pobre a pesar de tener cuatro pares de ocelos del tamaño de una pelota de tenis.
Pero luego se escucharon algunos sonidos:
Tish, tish, tish…
 Fueron zumbidos secos en cortos intervalos. Alguien había disparado un arma de grueso calibre contra el cuerpo de la araña. Richard notó que la bestia se desinfló completamente sobre el capot de la camioneta. Richard sintió algo de alivio pero no se atrevió a descender del vehículo pues no sabía lo que estaba ocurriendo allí afuera. El joven podía oír el ruido del motor de un coche pequeño que se aproximaba al lugar. El auto se detuvo y el ocupante del mismo le dijo:
–¡Apúrese, señor Henz! ¡No hay arañas cerca! ¡Descienda de su camioneta y corra hacia aquí!
Era Carlos Carreras: un aliciente especial en un día que terminaría siendo más que especial, tan extraño y tan memorable como imborrable.
–¡Carlos!... ¡Es un alivio volver a verlo! Creo que me salvo la vida –dijo Richard cuando ocupó el lugar del acompañante del Renault.
–Es impresionante, señor Henz. Nunca nadie fue capaz de ver la causa de las desapariciones. Este es un día único. Tendremos que cargar los restos del ejemplar y llevarlo a Pergamino. Pero lo haremos por la mañana. Será mejor que nos traslademos hacia la casona. He traído algunos de esos pertrechos que usted había rechazado. Espero que no le moleste mi decisión. Sepa comprender, señor Henz… estamos en guerra y debemos ganarla.
–¡Oh! No se preocupe, Carlos. Haré lo que usted recomienda hacer.
–Es que no hay otra opción viable y segura, señor Henz. Podríamos cargar a la araña en la parte de atrás de su vehículo y marcharnos rápido, pero si usted se toma unos segundos y mira ahora hacia atrás, se dará cuenta de que lo que se acerca a mi vehículo, no tiene intención de invitarnos a tomar un trago. ¡Abroche su cinturón, señor Henz! Es tiempo de ir a su casona.
Carlos manejaba a alta velocidad y despabilaba la aridez del camino de tierra, un camino estrecho, quebrado, limitado por pronunciadas y húmedas cunetas que guardaban el agua de riego.
El vehículo, padeciendo algún tipo de desperfecto mecánico y que sólo Carlos podía reconocer, llegó hasta la puerta de entrada de la casona.
–¡Cagamos, Señor Henz, reventó el motor! Ayúdeme a transportar las bolsas del baúl hacia el interior de la casa. Debemos ser rápidos.
Richard Henz cargó con las pertenencias de Carlos y, antes de entrar a la casona, se detuvo a mirar más allá de la entrada, jerarquizada por algunos árboles de gran porte.
–¡Válgame Dios, señor Carreras! ¡Son al menos seis ejemplares de gran tamaño de “viuda negra”! ¡Y vienen hacia aquí!
–¡Adentro, señor Henz! Las mataremos desde las ventanas. Prepárese para la guerra.
La puerta de entrada cedió rápido ante el violento empellón que le propinó Carlos. Finalmente, Richard y Carlos entraron a la vieja casona. El joven Henz se deshizo de una pesada bolsa conteniendo los pertrechos de guerra y le echó llave a la puerta de madera castigada por el paso del tiempo. Carlos se agazapó detrás del único ventanal de frente de la casa y, fusil en mano, ya disparaba a discreción sobre el cuerpo negruzco de los arácnidos.
–Tome el Kaláshnikova de la bolsa, señor Henz. Si nunca ha disparado un arma, el AK47 le vendrá de maravilla. Es fácil de operar y hasta un niño puede hacerlo. ¡Apúrese, señor Henz! ¡Observe el “culo” de esas arañas! Es espantoso. Apunte a las manchas rojas. Son asquerosas, señor Henz. ¡Métales bala!
Carlos Carreras disparaba con su FAL y los arácnidos no podían aproximarse al ventanal. Richard Henz se aferraba al fusil, pero se había atrincherado detrás de un sillón de dos cuerpos que jerarquizaba la sala.
–¿Qué hace usted ahí, señor Henz? ¡No sea cobarde! Venga hasta aquí y colóquese a mi lado. Ya no nos atacan, pero hay que estar preparados porque volverán. Quizás preparan una nueva estrategia.
–Disculpe, señor Carreras. El miedo ha acabado con mis vestigios de valentía. Y usted sabe que mi corazón se acelera rápido.
–Pues, entonces, colóquese uno de los cascos que hay en la bolsa y traiga municiones si no va a disparar el arma. Apúrese, señor Henz. Ellas volverán a atacar. ¿Sabe usted algo acerca de ese escuadrón de ingleses? En su defecto, yo deberé informarle del peligro al cual nos enfrentamos.
–Yo no veo ingleses, Carlos. Las arañas que acaba de matar son Latrodectus Quartis o Viuda Negra, señor Carreras. Seis hermosos ejemplares hembra de Viuda Negra.
–Seis ingleses menos, señor Henz. Pero, y si yo aceptara lo que usted dice, ¿Cómo sabe que esas arañas son hembras?
–Porque las hembras matan al macho, Carlos. El macho se defiende del ataque, pero su veneno no es demasiado potente para hacerles daño a las hembras. Y sigo sin entender eso que afirma, que las arañas son ingleses, señor Carreras.
–Es sencillo, señor Henz. No todos vemos las cosas de igual manera y, a pesar de que una araña siempre es una araña para todos, la diferencia está en que yo siempre veo la figura de un inglés en cada obstáculo de mi vida, señor Henz. Los momentos aciagos de mi vida tienen siempre la fisionomía de un maldito soldado del imperio.
–Ahora comprendo el porqué de semejante arsenal, señor Carreras. ¿Ha estado usted en la Guerra de Malvinas?
–He estado en las islas, señor Henz. Pero no quiero hablar de ello. Es hora de comer algo. Traje algunos enlatados.
–Puedo preparar algo más nutritivo, señor Carreras.
–En otro momento, señor Henz. Ellas acechan ahí afuera y lo quiero a mi lado para que me ayude. Sé que piensa que estoy loco. En verdad lo estoy, pero el peligro allí afuera es real. No se preocupe. Lo protegeré del peligro. Esta vez me prometo a mí mismo que no fallaré.
Richard se acercó a la ventana y se acuclilló a poca distancia de Carlos, éste observaba a Richard y, con una sonrisa en sus labios, habló otra vez:
–Se ha puesto el casco tortuga inglés, señor Henz. El casco que lleva puesto es un trofeo que recogí en las islas. Nunca supe a quién pertenecía. Es un modelo MKIII, también llamado “Canadian”. Lo usaron los canadienses poco antes de terminar la segunda guerra y siguió en uso en el Reino Unido. Lo bautizaron con el nombre de turtle o tortuga, por la forma del mismo. Debo decirle que no le queda nada bien, señor Henz.  
–Me gusta más el que usted lleva puesto, señor Carreras. Es de nuestras tropas, ¿verdad?
–Es nuestro, sí. Es un casco del tipo US M1, de origen americano con camouflage tipo “Woodland”…  
–Seguramente, tampoco sabe a quién le pertenecía, señor Carreras.
–Me pertenece, joven. Yo no entregué mis armas en la isla. Es una larga historia. Quizá, cuando ya no haya peligro, nos tomaremos algún trago y hablaremos de ello. Pero quisiera cambiar de tema si le parece bien.
–Por supuesto, señor Carreras. Hablemos de otro tema que no le incomode tanto.
–¿Le he dicho que viví en esta casona, señor Henz?
–No, señor Carreras –respondió Richard.
–Viví aquí hasta que regresé de la guerra. Después, mi padre y mi madre vendieron la propiedad. Pero nunca dejé de visitar el lugar. Siempre regreso a echar una mirada. Nunca abandonaría el lugar en donde fui feliz, señor Henz –manifestó Carlos.
–Puede visitarla cuantas veces quiera, Carlos. Es usted bienvenido. Podría hacerle un duplicado a la llave, de esta manera, la casona estaría a su disposición.
–Gracias, señor Henz. No hace falta hacer una copia de la llave. Usted no comprende algunas cosas, y creo que le hablaré de ello. Pero, antes de hacerlo, tenemos que solucionar el problema llamado: ingleses… Dígame, ¿Qué especie se acerca ahora, señor Henz?
–¡Válgame Dios, señor Carreras! Son ejemplares gigantes de Phoneutria nigriventer, o araña del banano. ¡Es increíble lo que estoy viendo, señor Carreras!
–Pues métales bala, señor Henz. No deben llegar al porche.
Richard decidió obedecer a Carlos. Inquietantes ráfagas de AK47  se acoplaron a las detonaciones continuas de FAL.  La casona se había convertido en una verdadera trinchera de guerra. Henz no cesaba de disparar su arma sobre el cuerpo globoso de las agresivas arañas. Un par de ellas trepaba por las paredes laterales de la casona. El ruido del desprendimiento de las viejas tejas coloniales de la techumbre era mórbido. El desplazamiento de las arañas desprendía el tejado con facilidad. En pocos minutos perforarían la bóveda de la cocina –decía Carlos.
–Rápido, señor Henz. Acerque la bolsa y tome un par de granadas. Si rompen el techo las haremos volar en pedazos.
–¡Pero mire allí, Carlos! El número de las bestias se está incrementando. ¡No podremos contenerlas!
–¡Siga disparando! ¡Hay balas para todos esos piratas! ¡Ahora cúbrame, señor Henz! ¡Debo despejar un poco el terreno!
Carlos extrajo de la bolsa un par de granadas. Se guardó una de ellas en el bolsillo de su campera y corrió hacia la puerta de entrada de la casona. Luego, abrió el pórtico con fuerza desmedida y, afianzando sus pies para no perder el equilibrio sobre el piso de cerámica de la entrada, le quitó la espuela al explosivo y la arrojó lejos de su humanidad, lo más cerca posible del frenético desplazamiento de un grupo numeroso de arácnidos.
La granada no explotó.
–¡La puta que lo re mil parió! –vociferó Carlos.
Pero el refunfuño pasajero se ahogó al arrojar una segunda granada. La explosión del artefacto despejó las dudas de Richard Henz. El joven pudo apreciar por vez primera las secuelas que son capaces de dejar un artefacto tan pequeño e insignificante. Carlos regresó a la casona. Su cuerpo estaba envuelto en sudor, cagarria de araña y adrenalina. Carlos ordenó:
–Siga disparando, Richard. Iré hacia la cocina a verificar el estado del techo. No se quede sin balas. Tome el otro Kaláshnikova. Hay tres más en la bolsa. Le enseñaré a recargar luego. ¡No deje que se acerquen a la ventana y mucho menos a la puerta!
Carlos observaba la techumbre y también le echaba una mirada al resto del sitio. La situación era alarmante pero Richard debía saber la verdad de lo que estaba ocurriendo. Carlos le informó a Richard en forma clara y sin rodeos:
–Hay algunas patas que asoman en el techo, señor Henz. Pero debo decirle que el piso de la cocina está cediendo. Creo que la casona se está hundiendo, señor Henz. Posiblemente la casa está apoyando sus cimientos sobre la boca de un enorme nido de arañas.
–¿Qué debemos hacer, Carlos? –indagó Richard preocupado por la situación.
–No voy a entregar las armas, señor Henz. Siga disparando. No me rendiré nunca jamás ante el imperio.
–¡Pero no son ingleses, Carlos! ¡Entienda de una vez!
–Ya lo sé, señor Henz. No he perdido la cordura. Pero quiero decirle que el enemigo al cual nos enfrentamos en las islas, tenían para mí y para mis compañeros de huida la misma apariencia y peligrosidad que las arañas que usted está viendo ahí afuera. Ahora es tiempo de contarle, señor Henz. Pero sepa disculparme por mis delirios.
Todo terminó para mí y para mis amigos el 14 de junio de 1982, señor Henz. Me encontraba ese día junto a mis compañeros de infantería, soportando y resistiendo el ataque de los británicos. Las acciones se habían intensificado y se luchaba por la posesión definitiva de los montes Thumbledown y Wireless Ridge. Las tropas inglesas lograron hacernos retroceder y la batalla era más encarnizada en la zona de los caseríos, en los suburbios de Puerto Argentino. Mi misión, desde el inicio de las acciones, había sido llevar abrigos y mantas, trinchera por trinchera. Me decían: “el loco de las frazadas”. No había disparado mi fusil desde que había llegado a las islas, señor Henz, pero la situación de los últimos acontecimientos me obligó a hacerlo. No voy a decirle cuantos hombres he matado en esa maldita guerra, pero quiero decirle que mis piernas me salvaron de la balacera. Está demás decir, que ninguno de mis compañeros quería entregar las armas. Luchamos hasta el final, señor Henz. Cuando nos quedamos sin municiones, empezamos a correr por el terreno escarpado de las islas. Medina, Olastizabal y Ramírez me acompañaban en la huida. Nos alejamos del peligro y nos refugiamos en una trinchera a medio cavar. Resistimos por varios días el hambre, las bajas temperaturas y el miedo que fluía de nuestro destino incierto, hasta que nos abrazamos para darnos calor y nunca despertamos, señor Henz, no de la manera que despierta alguien cualquiera después del descanso.
–Pero, señor Carreras… dice usted que no despertó ¿Sus amigos tampoco lo hicieron? ¿Cómo pudieron regresar con vida? No comprendo.
–Le repito, señor Henz. No entregamos nuestras armas y decidimos nuestro destino aquel día. Nuestros espíritus despertaron, señor Henz, no así nuestros cuerpos congelados que nunca nadie jamás halló en ese pozo. Pero como ve, no estoy del todo muerto.
–Es asombroso, Carlos. Es como un sueño. Aunque todo me parece real. No creo estar soñando, Carlos. Pero la presencia de las arañas, definitivamente, corrobora que usted y yo estamos inmersos en el mundo onírico. –
Henz intentaba dilucidar la situación, pero una ráfaga corta de disparos interrumpió su deseo de averiguar lo que estaba ocurriendo.
–¡Pero me ha disparado! ¿Qué ha hecho, Carlos?
–Serénese, señor Henz. Su otro cuerpo no se ha roto, ni sangra. Puede verificarlo usted mismo. Ahora debemos salir de este lugar. No es un lugar adecuado para empezar a saber ciertas cosas. Marchémonos de este sitio, señor Henz. Está comenzando a soplar el viento y la casa se está hundiendo de a poco.
–Pero, Carlos…allí afuera está el peligro. Debemos permanecer en la casona.
–Piense en algo bonito, señor Henz. Su pensamiento cambiará el entorno de allí afuera. Y también puede cambiar lo que ocurre aquí dentro. Le he dicho que siempre vuelvo a este lugar. Este sito es mi confortable trinchera, señor Henz. Esa misma trinchera que jamás abandoné junto a mis amigos. Las arañas son sólo una creación de mi mente. Le repito. Ellas representan al enemigo que tuvimos que enfrentar en las islas. Pero ya no más. Es tiempo de que lo acompañe a volar un poco, pequeño alfeñique… apúrese, venga conmigo. Quédese a mi lado y espere el amanecer. Es tiempo de que despierte en la otra vida…
En el albor del día, Carlos Carreras y Richard atravesaron la puerta de la casona. Un entorno feliz los envolvió en una especie de manto púrpura. El cielo era gris, la lluvia fresca y el viento bravío. Pero Carlos y Richard se echaron a volar en busca del sol.

La mañana había pasado. El mediodía llegaba al pueblo de Manuel Ocampo. La comunidad estaba conmovida porque, en el amanecer del día, el sereno de la casona Henz, encontró el cuerpo sin vida del joven Richard, quien había arribado a la vivienda el día anterior a su muerte. El casero, en el momento del hallazgo del cadáver, logró rescatar algunas hojas escritas por Richard. Parecía ser una historia de ciencia ficción sobre arañas y soldados valientes en medio de una batalla despareja. Los médicos de la ambulancia determinaron que el joven había fallecido de un paro cardiorrespiratorio.
Hubo luego, con el correr de los días, algunos comentarios sobre el desafortunado suceso. Un hombre muy conocido del pueblo, que acostumbraba a estar todas las noches en vilo y bebiendo alcohol hasta el amanecer, dijo que había visto a un joven y a otra persona salir de la casona y, que minutos después, el viento arrastró a los hombres hacia el cielo nublado.


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