Espejismo
Es una
mañana de verano lluvioso, tan lluvioso que me desanima. Camino lento por la
playa. El oleaje es intenso y empapo mis pies con el agua fría y espumosa del
mar helado. Acostumbro a venir aquí, a estos lugares inhóspitos, cuando termina
la temporada de verano, porque la soledad y el silencio me permiten disfrutar a
pleno de mi desayuno mientras pisoteo la arena.
Hoy,
pareciera ser un día normal y sin complicaciones, sin embargo, por lo que
observo en estos momentos en las aguas del mar, creo que deberé postergar mi
deseo de hallar un poco de paz para mi personalidad inestable. Hay alguien en
peligro. Estoy seguro de que, tal vez, sea una niña la que se enreda en el
salvaje oleaje de la pleamar… sí, es una niña pelirroja…
…Ella se
está ahogando.
Nunca había
vivido una situación tan apremiante. Mis piernas están tiesas,
titubeantes. Miro a mi alrededor y no hay nadie más en la playa para que me
ayude. La desesperante situación evita que maldiga a los padres de la niña por
tan tremendo descuido. Siento miedo. Mi semblante luce tan pálido como un
vampiro, supongo.
Empiezo a
correr hacia la pelirroja mientras me despojo de la mitad restante de mi
desayuno. ¡Al diablo con tantas galletas dulces que han colaborado para arruinar
mi salud! Y comienzo a nadar, adentrándome en una muerte segura.
¿Es la
jovencita un espejismo?
Pudiera ser.
Mi sospecha toma color a causa de lo que me entrega la situación. La Pelirroja
no pide auxilio y parece flotar a gusto en la bravura del oleaje. O, tal vez,
ella ya se ha ahogado, no lo sé aún. De todos modos, las olas más el viento y mi
mala suerte de siempre, me empujan a puntapiés hacia mar adentro.
Mi cuerpo no
se adapta a la circunstancia, pero no me sorprende lo que me ocurre, ya que nunca
aprendí a nadar, y mucho menos a tomar buenas decisiones.
«Diego…
debiste buscar ayuda y no ser tan vulnerable» –me recrimina mi voz interior.
¡Al diablo con mi voz interior! Toda mi vida
se ha ido al carajo y no tendré tiempo de acomodar mis desajustes. La niña y yo
estamos en serios problemas, en manos del destino.
Confieso que
con voluntad y sin fe, poco se puede hacer, y que con fe y sin voluntad, no se
puede hacer nada, y casi nada hice con mi vida. Ahora, puedo narrar la vida en
un poema. Y también puedo decir que siempre he sido una persona vulnerable y
dependiente del apoyo de mis afectos. Aunque, pensando un poco mejor, a pesar
de estar ahora en aprietos, creo que nunca fui del todo independiente, puesto
que de algo o de alguien siempre he necesitado. Puedo narrar mi vida en un
poema, pero la vida misma es diferente. Y creo que debo sincerarme. ¿Por qué debería
callar ahora? Me haría bien comenzar a revelar la verdadera razón por la que
estoy aquí, cabalgando sobre aguas turbulentas y teñidas en sepia.
Siempre
pensaba que era feliz. Pero, cada vez que salía a la calle, no era capaz de
soportar ni a mi propia sombra. También, tengo que convencerme de que ese
eterno “no podrás”, es siempre un código de barras impreso en mis genes, un
estigma que me persigue cada vez que necesito cambiar algo en mi vida. Ahora, esas
improntas oscuras resurgen otra vez mientras trato de evitar mi muerte, para
intentar salvarle la vida a esa niña atrapada en el mar bravío, a pesar de que
han sido pocas las veces que he podido hacer pie en una simple piscina.
¡Maldita
suerte mía!
Las penurias
continúan. Ya no hay suelo de arena firme bajo mis pies. Infortunadamente no
hay ningún brazo salvador que acuda en nuestra necesidad. Pero… ¿realmente
necesito ese brazo salvador?
Necesito convencerme
de que sí, pero la voz del suicidio me habla siempre y no me abandona. Es una
influencia atroz que trata de desvanecer ese precario átomo de esperanza que
siempre late en mí, pero a muy duras penas. Y esa voz me conoce muy bien, lo
admito.
Hace algunos
días atrás, pensaba en la posibilidad de mi suicidio. Sin embargo, hoy, en el
albor del día, caminaba por las calles de la ciudad y tuve una claridad que
nunca había obrado en mí en todos mis días confusos y embebidos en
desesperanza: mi deseo de vivir recobraba vida.
Y presiento que
aún me queda tiempo para mejorar. Me convencí de ello en el preciso instante
que vi a la niña en el mar. Es por eso que, si logro rescatarla, venceré a la
voz del suicidio y me salvaré a mí mismo. Pero quizás no haya más tiempo para
mí ni para ella.
La lluvia
continúa. Es un chubasco bastante frío y molesto. La sal lastima mi estómago y
trastabillo para mal en peor.
Admito que
no soportaría ver mi rostro en un espejo. Seguramente, mis ojos huyen
despavoridos de sus cuencas, clara señal de que no se puede jugar con la
muerte.
Se me ocurre
vociferar algunas palabras que cierta vez había plasmado en algunas hojas de
papel cuando, en aquellos primeros tiempos, trataba de escribir una canción:
“Ahora, buen
hombre, buen anciano y buen perdedor arrepentido, alcanzaste tu verdad.
Ahora, el
océano es por fin el océano,
y la muerte
comienza a ser la tuya”.
Estoy seguro
de que, en cualquier momento, mi estómago colapsará de tanta agua salada y
luego vendrán los calambres en mis miembros inferiores. No es que invoco a esa
mala onda omnipresente en mí. Lo digo porque tengo sobrepeso, artrosis y altos
valores de glucosa en sangre. Ya es demasiado tarde para “tirar la toalla”. Si
decidiera regresar a la orilla, me resultaría tan trabajoso como nadar hacia
mar adentro. Y si no lograra salvar a la Pelirroja, no me lo perdonaría si
tuviera la suerte de regresar a la orilla con vida.
¡Vaya
situación! Y llega cuando mi deseo de vivir aflora.
Sigo avanzando.
Me gustaría que todos mis afectos me viesen en este instante, enfundado en el
mayor de mis corajes:
¡Ahí está Diego, “El Rockero”,
el hombre
más valiente,
el mejor
esposo y papá del mundo!
Ahora, abrazar
otra vez a mi familia es lo que más deseo. Es un deseo que toma vida debido a
mi condición de desesperado, sin embargo, es mucho más que angustioso, es una
utopía y presiento que jamás sucederá. Siempre he tenido la costumbre de mirar
hacia atrás, mirar siempre hacia el pasado, ese persecutor hostil que maldice
mis huellas.
La niña es
el único motivo que me impide dejar de bracear y rendirme ante la muerte. Ojalá
me quedara tiempo para recuperar lo irrecuperable. Pero lo que me importa
ahora, es que soy la única opción que tiene la Pelirroja. Aunque pudiera ser
más sencillo salvar su vida que rehacer la mía. Solo tengo que bracear más
aprisa para alcanzarla.
Otro
inconveniente asoma. Mis piernas me duelen y no puedo ver el panorama delante
de mí, ni mucho menos apreciar el sector de la explanada de arena. El oleaje se
ensaña con mi silueta fofa y desdibujada, más el mar empieza a divertirse y se
ríe de mi rostro asustado, una farsa del color de la noche, del color del miedo
o de la mismísima muerte.
¡Vaya opción
que tienes, niña!
Soy una opción
frágil, quebradiza, un pobre hombre en quien nadie, ni siquiera mi padre, pudo
confiar. Pero te prometo que te sacaré de este lugar helado e histérico. ¿Me
escuchas, niña? ¡No te rindas! ¡Lucha por tu vida! ¡Mantente a flote! ¡Lucha
por sostenerte en la cresta de las olas!, ¿me oyes, niña? ¡Maldito espejismo!,
¿por qué no me respondes?
No sé cuánto
tiempo podré soportar este molesto vaivén del oleaje, hacia arriba y hacia
abajo, hacia arriba y hacia abajo, una y otra vez. En una mejor posición para
negociar daría lo que tuviese a cambio de unas bocanadas más de aire, pero el
agua salada me colma y mis pulmones comienzan a colapsar.
¿Dónde
estás, niña? ¡No te veo! ¡Haz un último esfuerzo!
Tal vez la
he perdido. Pero no. Allí la veo otra vez. Aunque creo que la Pelirroja ya no
respira. A su figura la desdibujan mis ojos mientras el sol parece morir. Me
gustaría ver a la Pelirroja cara al cielo y haciendo un último esfuerzo por
sobrevivir. Pero es probable que ella muriera antes de que yo decidiera echarme
en el agua. De todos modos, ella se aleja de mí un poco más. Creo que fracasaré
en el intento de aferrarme a su cuerpo helado.
¡No te
mueras Pelirroja! ¡Déjame alcanzarte!
Y sigo avanzando. No siento mis piernas y
respiro con dificultad. No puedo nadar más, estoy exhausto y amarrado a una
última burbuja de aire. El miedo que habita en mí es atroz, me hace llorar.
Sorpresivamente,
el viento cambia de rumbo. Mi cuerpo se sacude por lo que mis ojos ven. Tal
respingo bien podría amedrentar a la mismísima bravura del mar. Me doy cuenta
de que todo es un espejismo. La niña es un invento de mis ojos. ¡Vaya, qué
perfecta ilusión! Nunca pensé que fuera capaz de confundir una niña con un
trozo de tronco viejo de enmarañada madeja de raíces. ¡Maldita fortuna! ¿Cómo
pude ser tan idiota?
La ilusión
de mis ojos no es más que una pequeña balsa de madera. Pero, de todos modos, me
aferro a ella como si fuera la niña, como si este espejismo fuera un
salvavidas. Aunque ahora lo es y debo tratar de salvar mi vida. ¡Vaya, que
experiencia más amarga!, mejor dicho, una sensación agridulce.
Este pedazo
de madera viejo me permite mantenerme a flote y respirar un poco más de aire. No
sé qué puedo hacer ahora. ¿Pedir la ayuda de Dios? Creo que Él ya está aquí,
preparando mi funeral.
La desazón,
como un puñal afilado, golpea mi corazón una vez más. Mi angustia logra
desperdiciar las pocas lágrimas que me quedan. Ahora, me doy cuenta de que el
arrepentimiento es tarde en algunas circunstancias. Moriré solo. En estos
momentos soy capaz de sentir la ausencia de mí mismo.
La orilla
está muy lejos, pero aún es visible. Puedo ver la bandera roja izada por la
mala mar. Hay demasiada luminiscencia a pesar de que el sol descansa tras las
nubes. Escucho el horizonte que ríe a carcajadas. Nadie me sacará de aquí, lo
sé.
El viento
vuelve a su curso normal y a silbar con más fuerza hacia mar adentro. Por lo
tanto, en contados segundos, seré un monigote de sal que las aguas engullirán.
Siento mucho
frío.
¿Es la
muerte la que se disfraza de espejismo? ¿Es esto mi muerte?
No soy el
único hombre fracasado, abandonado y despreciado por la vida misma. No soy el
único que no ha tenido algunas piezas favorables o comodines fortuitos. Soy el
culpable de mi desdibujado final y ya no habrá más excusas de mi parte.
El trozo de
madera ha absorbido demasiada agua. No puedo sostenerlo y se escapa de mis
manos. Las olas me zamarrean. Es todo muy oscuro, un abismo helado sin fin.
Mientras
parece que muero, me hace bien pensar en mi familia. Pero solo me llevaré los
buenos recuerdos: el día que conocí a mi esposa (ella estaba tan hermosa
aquella vez que parecía caminar de la mano de Dios) el día que nació mi hija,
Julia, la alegría de mis padres en mi boda, y el éxito de mi primera canción
que deseo cantar ahora y a viva voz:
#Estoy bien.
¿Sientes tú
mi despedida?
¿Percibes
las memorias en sepia de nuestro amor destronado?
¡Debo cerrar
esa puerta entreabierta,
para que
puedas marchar y llevarte esas preguntas al paraíso de las miserias!
¡No mereces
saber cómo me siento!
¡No
mereces saber de mi incipiente lamento!
Eres como un
légamo intenso
que
penetra en mis huesos,
y haces de
mí un numen,
con el arnés que se clava en mi pecho.
No maltrates
más esta llamita de vida,
solo soy un
surco de arado que el aire suspira el recuerdo de la despedida.
Al fin
muero. La parca llega y viene danzando en mi canción, mas este mar es un
corazón de plomo y lengua de látigo que sesga el fino hilo dorado de mi
existencia.
Ojalá que,
en ese lugar, en ese Cielo que me espera, haya otros libros que narren esta vida
mía de una manera diferente, otras palabras en forma de poesía o versos blancos
que echen a volar mi imaginación, para estar más cerca del Sol y de la Verdad.
Ya escucho
un dulce arrullo.
Ahora, el
mar no es tan helado y sus fauces no son tan oscuras.
Siento paz…
siento que navego en el cielo azul.
Y miro hacia
el mar desde lo más alto.
Ahí va mi
cuerpo ahogado, danzando hacia el piélago entre olas quisquillosas.
¡Y puedo
jurar que veo a la Pelirroja! Ella canta mi canción y nada hacia la orilla.
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