La calle oblonga

Diario de Andrew 


Escribir sobre papel blanco, a veces manchado y apergaminado es lo que hice en todo este tiempo. He amontonado cientos de esos papeles en un rincón de mi pequeña y fría morada, y no estaba en mis planes terminar preso en un sitio tan poco acogedor. Pero aquí estoy encerrado; y no tuve tiempo de modificar este final tan agobiante. Todo ha sido en vano y no he podido recordarme a mí mismo. Siento tristeza, vergüenza, desolación, y algo de temor. Sí que he llorado; hasta que no tuve más lágrimas. Sinceramente, evité toda mi vida ser tratado con algún profesional de la psiquis. 

¿Qué le hubiese dicho? ¡Qué era un asesino! ¡Qué había robado más de una decena de entidades bancarias! ¿Cómo podría explicarle el extraño fenómeno que afectó mi mente? 

Tengo el don, o la maldición, desde hace algunos años, de una especie de mediumnidad escribiente; es una forma de escritura inconsciente, a veces garabateada, que reveló sucesos que me aseguran haber vivido en otra realidad paralela que no me permitió ser consciente de mis actos. Es una especie de continuidad de conciencia hacia otro mundo; tan real como éste. Al principio fue en forma involuntaria, y sólo bastaba con desviar un poco la atención de mi mente en el entorno y despertaba en ese otro mundo oscuro y misterioso. 

Con el paso del tiempo, logré entrar y salir a voluntad de esa otra realidad. Al principio de todo, cuando fui invitado a vivir en ese sitio, o simplemente cuando tuve el poder de llegar a pisar su calle adoquinada, pensaba que podría haber sido afectado por una esquizofrenia, que quizá, había logrado golpear y descuartizar mi vida en cientos de pedazos. He leído escritos de profesionales de la psiquis y realmente mucho no he podido entender. Algunos psiquiatras dicen que la esquizofrenia no es lo mismo que tener trastorno de personalidad múltiple o de doble personalidad. Realmente las palabras no pudieron explicar mi estado alterado. Lo cierto es que es asombrosa la cantidad de papeles escritos que he apilado y sigo agolpando en ese rincón. Es sorprendente lo que esas letras me revelan. En ellos he escrito todo lo que me ha sucedido en ese mundo que yo llamo: 

—La calle oblonga. 

He enumerado cada uno de esos escritos por año y fecha. A algunos de ellos los he destrozado para no caer rendido ante la crueldad del relato. Ya ni recuerdo mi verdadero nombre. ¿Paul? ¿Andrew? Poco importa, ya que en la prisión, sólo espero el momento de la inyección letal y pasar a mejor vida. El infierno será una mejor morada para mí y para el resto de los que aguardan la ejecución. 

Mi madre decía que la gente mala se asemeja a la basura esparcida en la calle. Ella recomendaba que yo debiera esquivar esa basura 

y tratar de no pisarla. Isabela siempre deseaba que me diese cuenta de la real importancia de alejarse de los problemas. Gran verdad la de mi madre, pero hice todo lo contrario. He sido esquivado toda mi vida por la sociedad como si hubiese sido una bolsa de excremento maloliente. No elegí vivir miserablemente y fue difícil para mí estar fuera del sistema en este país; y pagué las consecuencias. Sólo en el final, un grupo de gente me dio esperanza y fuerza para disipar la oscuridad de mi corazón. No fue suficiente, porque la calle oblonga, siempre se vistió de fiesta en mis sueños y cuando estuve despierto. Mi madre caminaba por esa calle todas las noches. En voz alta me aconsejaba y calmaba mis miserias. Todo lo que hice en los primeros tiempos fue sólo por ella. 

Creo que siempre fui un niño bueno. Fui un niño feliz hasta los cinco o seis años. Cuando cumplí siete dejé de tener el privilegio de seguir siendo ese chiquillo que Isabela acunaba siempre en sus brazos. ¡Vaya que era buen niño! Tenía amigos, un perro, un hámster, y hasta una novia; y estaba emocionado con la idea de mis padres de traer una hermana al mundo para que me hiciera compañía. 

Al final de todo, me gustaría elaborar una historia de mi vida ajustada a mis necesidades ¿Cuáles son y han sido esas necesidades? Es sencillo: cuando esté caminando por el corredor de la muerte, quisiera recordar mi nombre y mirar los ojos fríos y sin compasión de los familiares de las víctimas que esperan mi arrepentimiento. Aunque debieran ser ellos los que se excusen por lo que esos dos malditos policías han hecho. Estoy decidiendo que haré cuando los observe. Tal vez, les pida perdón, y no por haber matado a ese par de asesinos, sino por el hecho de que tuvieron que esforzarse mucho en la morgue para reconocer el rostro de esas basuras descosidos a balazos. 

—Al Rights Waters, ¡héroe de Northville! —dijeron. 

En las últimas visitas de mi amigo Danny, él me trajo un recorte del diario de Northville del día siguiente a los hechos… 

“EX MARINE ASESINA A HÉROE DE LA POLICÍA LOCAL Y A SU COMPAÑERO.” 

Estuve días digiriendo esa noticia sensacionalista y falsa. 

Verdaderamente deseo que cuando llegue el momento de la inyección, la aguja no encuentre mis venas; y mis brazos empiecen a sangrar; y ojalá que todos aquellos que presencien mi ejecución queden horrorizados por el resto de sus miserables vidas. Luego cerraré mis ojos, abrigaré mi espíritu con alguna oración, o simplemente maldeciré a mi destino. No sé lo que haré en ese momento. 

Aquí me llaman el quinto hombre. Seré el último. Hoy han ejecutado a Aarón Jackson. Estuvo diez años en el corredor. Se lo acusó de matar a un empleado del gobierno en un bar. Creo que ha sido el único que no deseaba que lo ejecutaran. No ha sido un chiquillo cobarde. Aarón siempre decía que había sido enjaulado por una decisión política. Me causaba gracia su sentido del humor, pues decía que el día en que hubiese un rico en el corredor de la muerte no podrían matarle porque no le hallarían una sola vena en su cuerpo, para poder inyectarle la solución letal. Ha sido el más valiente de todos. Siempre dijo que era inocente. 

El señor Bilinwood (el guardia más anciano de la prisión) estuvo esta mañana presenciando la ejecución de Aaron. 

—Había una señora anciana de color —dijo—. Una sola lágrima brotó de su rostro —agregó—. Aarón no despegó sus ojos de su madre hasta que dejó de respirar —terminó diciendo. 

El presidente había pensado pedir que se abortaran las ejecuciones. Espero ahora que el gobernador se mantenga firme en su postura y no decida dialogar o hacer lugar a la suspensión de la orden de darnos muerte. No queremos ni quiero ser perdonado. Sentir explotar las venas de mi cuerpo será mejor que seguir respirando el smog envenenado de mi maldita existencia. Creo que antes de entrar en el infierno estará mi madre sonriendo y esperando para darme un beso de despedida. Allí estará también, Amy Teleman: mi gran amor. 

Hay muchos baches que no me permiten unir esas piezas, que darían como resultado una idea integral de mi vida. Es difícil discernir cuáles han sido mis actos en un lado y en otro. Cada día que paso aquí dentro intento unir las partes inconclusas de mis escritos. Mi vida en ambas realidades ha sido verdaderamente inherente como lo son mi cuerpo y mi alma. Lo cierto es que me acusaron de triple asesinato y parricidio. 

Y es verdad. Yo he asesinado a mi familia por no haber tenido la fuerza necesaria y por no haber estado en el momento justo para protegerlos. Aquel día, el agua me llegó hasta el cuello y acepté mi destino. 

La verdad es que no maté a mi familia y mucho menos a Amy Teleman. Lo que sí recuerdo y muy bien, es aquella mañana en el Banco de Northville, cuando agujereé a balazos los cuerpos de Al Waters y su ayudante. Fue suficiente para esperar ansioso la inyección. 

El resto de los condenados me habían pedido innumerables veces que les contara detalladamente lo que ocurrió en aquel momento de los asesinatos. Y los he observado al narrarles los hechos de esa mañana y lo han disfrutado, como cuando un niño se apresta a dormir después de que su madre le lee un cuento de fantasía. 

Esta mañana, mientras Aarón se preparaba para despertar en el infierno, yo proseguía con mi lectura. Es interesante lo que la hoja número veinte revela. Hay un nombre: Mary Creesle. 

Recuerdo a Mary Creesle. 

Mi padre se llamaba Alan y acostumbraba a pernoctar. Mi madre Isabela se había acostumbrado a ello. Pero Isabela jamás se preocupó demasiado. Le dio a Alan suficiente libertad para no tener que sacar una conclusión apresurada o un balance poco feliz de su matrimonio a edad temprana. 

Mary Creesle era bailarina en un club nocturno. Mi padre solía pasar horas encerrado y rodeado de ritmo, música, y rechinar de botellas de alcohol que se deslizaban por las barras húmedas y malolientes de algún bar. Alan se desvelaba por la presencia de mujeres jóvenes. Mary era una de ellas. Creo que al momento de despedazarle el corazón con mi cuchillo, tendría unos veinte años, tres años menos que yo. 

Alan había entablado un romance con la bailarina y cometió el error de ser infiel y de aceptar mantener vivas las necesidades de dinero de la prostituta. Cuando el viejo de vida y decisiones miserables se quedó sin trabajo, dejó de satisfacer el pedido de Mary. Ésta amenazó un día con extorsionar a Alan. La bailarina había decidido presentarse ante mi madre para contar la doble vida que llevaba mi padre. El viejo nunca supo que yo pisé la basura. No quería ver a mi madre sufrir. Alan siguió concurriendo a esos lugares. Se enteró del asesinato de la prostituta y nadie se interesó demasiado en investigar. Sólo le hicieron un par de preguntas por haber estado cerca de la joven, pero en poco tiempo dejó de ser un sospechoso. Nadie en ninguna parte del mundo se preocupa demasiado por un Homeless o una prostituta asesinada. 

Una noche esperé al viejo debajo del porche, sentado en mi silla mecedora de madera de roble. 

—¿Qué haces aquí a esta hora de la noche, Andrew? —preguntó. 

—Esperándote para decirte que es la última vez que llegas tarde a casa —le respondí. 

El viejo esa noche sintió miedo. 

Ahora, bien… 

La hoja número dieciséis de mis escritos me informa que perdí a mi familia antes de cumplir seis años. Hay un fragmento interesante. Dice así: 

“Caminaba junto a mi sombra al costado del camino y señaló el final de mi inocencia.” 

También es verdad. Caminaba a mi lado Paul Wenever, y lo hacíamos por el descanso de una carretera solitaria. Vi a ese camión aplastar el auto de mis padres…es todo muy confuso. Trataré de seguir ordenando todo. Mi lectura va bien. Escribiré al final una autobiografía. Antes de que vengan por mí, pienso dejar una autobiografía para respaldar la nota que seguramente saldrá en los diarios, porque seré el último ejecutado del país. 

Lo que me ha sucedido en la calle oblonga ha sido tan real como mi vida nómade y vagabunda, visitando ciudades y pueblos para quedarme con el dinero de los bancos. Después de despertar, y luego de haber estado compenetrado en la oscuridad de la calle, me costaba acomodarme de nuevo en este mundo también real. En la calle oblonga, que al principio la definí como una irrealidad enfermiza, era verdaderamente libre de mis actos. Podría haber sido sencillo si la calle hubiese aparecido solo en mis sueños. Pero nunca fue así. En solo un instante y, sin darme cuenta, entraba y salía de ella, y parecía como si mi cuerpo se desprendiese de mi alma. Hasta pude sentir varias veces los huesos de mi columna vertebral crujir como rama seca. 

—¿Cuál era mi realidad? 

Tantas veces me lo preguntaba. 

¿Podría ser posible que mi verdadero mundo haya sido la calle oblonga? Pero tal vez, por alguna razón, estaba solo de visita en este otro lado real. Sería interesante analizar esa posibilidad, aunque podría llegar a enredarme aún más, pues si llegara a develar el misterio, surgiría una nueva pregunta: 

¿Por culpa de cuál de los dos mundos estoy a punto de ser ejecutado? 

Lo mejor sería que dejara de escribir para terminar con el misterio. La realidad me sorprende ahora en la prisión con mi uniforme naranja fundido con la piel de mi cuerpo; y espero que los zapatos del diablo pateen mi trasero que luce aplastado de tanto estar sentado. Aunque he decidido llegar hasta el final y lograr unificar mi vida, cuando estuve despierto, y cuando estuve correteando dormido en la maldita calle. 

Cada día leo un poco más. Poco hay para hacer acá. Las luces se encienden a las seis de la mañana y se apagan a las veintitrés. Browell será el próximo. Siempre bromea y grita desde la oscuridad de su celda que matarán nuevamente a John Lennon. Jason Browell tiene ganas de hacer bromas después de haber pasado quince años en el corredor. Siempre insiste en que le cante la canción Imagine cuando llegue su hora. No pienso hacerlo. Es un asesino de niños. Los dos restantes son los gemelos Bryant. No me caen bien y deseo que se pudran antes de ser ejecutados. 

A la edad de cinco u ocho años visité por primera vez la calle oblonga de mis sueños, o tal vez, salí de ella para entrar en este otro lado. Lo cierto es que ese día no pude moverme. Mis pies estaban como empotrados en su suelo adoquinado y húmedo. Pocas veces he podido soportar el smog de esa calle misteriosa, que sólo visitaba en el momento de mi descanso. 

Mi madre siempre me recomendaba tener buenos pensamientos antes de dormir. Ella creía mucho en la fuerza del pensamiento. Con el tiempo dejé de ser ese niño normal aferrado a mis juguetes y a mi bicicleta de paseo y me convertí en un extraño fenómeno. Tuve miedo de salir a la calle. Dejé de pedalear en mi biciclo desde aquella mañana de domingo, cuando paseaba cómodo por una estrecha vereda de la ciudad, observando el entorno arbolado y fresco. En cuestión de segundos, mi bicicleta se agitó con el duro traqueteo de las cubiertas gastadas sobre el piso adoquinado de la calle oblonga. Fue un susto enorme encontrarme sorpresivamente con ese entorno mal oliente. Luego desperté y volví a mi realidad, o al menos a la realidad que me gustaba y que conocía bien. 

Con el paso del tiempo vivía encerrado en mi habitación y visitaba con más frecuencia ese mundo paralelo creado por mi mente o, tal vez, por algún fenómeno extraño que hasta el presente no he podido dilucidar. Lo cierto es que al volver a la realidad de esta parte del mundo, mi mente sujetaba y fusionaba mi vida paralela en la calle oscura, con mi vida solitaria y desgraciada; como prisionero en mi pequeña casa en Wasatch Front. 

Puedo contar que hay algo demasiado cómico, y es que cuando pasé a ser un fenómeno extraño, dejé de concurrir a clase; el mundo de la calle oblonga me sentaba de maravillas y comencé a manipular sus leyes y a manejar a voluntad, esa oscuridad que no iba a dejar de sorprenderme. 

Los primeros papeles escritos inconscientemente, me revelan la identidad de ciertas personas que he conocido en la calle… 

“Hay un niño de mi misma edad, solitario, triste, y vagando por la calle constantemente. Fue uno de los pocos que advirtió siempre mi presencia desde mi primera visita a la calle oblonga. Nunca me habló. Siempre se mantuvo a cierta distancia y en la penumbra. Hay otros dos niños, a los cuales puedo ver, pero ellos no advierten mi presencia” 

Este manuscrito es fácil de interpretar. El niño se llama Paul. Y sigue siendo mi mejor amigo en la calle y de este lado de la realidad. Los dos niños restantes fueron mis amigos de infancia en Wasatch Front. Me haría mal contar ahora sus trágicos destinos. Los amé mucho, como a mi madre y a mi hermana. Estoy orgulloso de que ellos hayan sido mis amigos. 

Hay otro relato interesante. Creo que lleva el número quince… 

“Veo a mis padres y a mi hermana. Son ellos. Están vivos. Mi hermana no nacida es hermosa como mi madre” 

Ahí está June. Mi hermosa hermana June. 

Entonces, creo que leeré desde el primer escrito hasta el último y separaré los sucesos de mi vida en ambos mundos. Tengo un fuerte presentimiento de que daré con la verdad, pero será un verdadero rompecabezas. 

La parte más difícil será dónde encajar lo que dicen esos manuscritos que he destruido. Uno de ellos me pone de buen humor, porque a pesar de que no recuerdo ese momento, me llama la atención la frialdad de la escritura. Es un pequeño párrafo, que narra un hecho ocurrido algunos años después de que mis padres fueran aplastados dentro de su auto por un camión de transporte de combustible. Su conductor ebrio no fue a la cárcel y murió atropellado años después por un automóvil conducido por un jovencito, que huyó apresuradamente del lugar y sin dejar rastros. ¡Vaya revelación! Paul siempre fue un gran conductor de automóviles. 

Tengo poco papel y mi lápiz no tiene punta. Pero no habrá más papel ni lápiz. No tengo a nadie para pedirle insumos. La verdad de mi vida será lo único y lo último que escriba. Han pasado muchísimos años y al final de mi relato les contaré lo que siento. No sé cuál será mi estado emocional cuando llegue ese momento. 

El principio de mi final empezó hace varios años, cuando llegué a Northville para robar el Banco de la Villa. Fue el último banco que visité. El final creo que empieza allí. Es interesante explayarme en esos sucesos. 



Allí, estaba yo. Algo pensativo, calculador y frío, recostado en una cómoda cama de hotel. 

Había pasado un día más en el Hotel Robertwood. Las noches de invierno eran interminables en Michigan, más aún cuando intentaba despejar mis dudas para llevar a cabo mi próximo golpe sin complicaciones. Pensaba seriamente en desistir de asociarme con esos dos idiotas que alquilaban una habitación en el segundo piso del hotel. Tal vez me había apresurado a hablar con ellos y temía fallar en el robo. Jamás había tenido premoniciones, pero había algo extraño pululando en mi cabeza. Era como un escuálido presentimiento. 

Pensaba poner fin a mis atracos y retirarme con una buena suma de dinero. Iniciaría algún negocio, o simplemente lo derrocharía todo. Pero siempre estaba latente la posibilidad de que nunca dejaría de ser un delincuente. 

Mientras tanto, el señor Robertwood seguía edificando y modificando el inquilinato. Parecía ser que, en vez de mejorar las condiciones edilicias, prefería sumar más gente al conventillo. Desde mi llegada, jamás hizo demasiadas preguntas y tampoco necesitó demasiados datos sobre mí para permitirme entrar a su pocilga húmeda y destartalada. Recuerdo ese día perfectamente y las preguntas puntuales del anciano: 

—¿De dónde viene, joven? ¿Qué asuntos lo traen a Northville? Debo preguntarle también si huye de la policía o tiene libertad condicional. Nadie que esté limpio con la ley se hospeda en el Hotel Robertwood —dijo con rara mezcla de emociones. 

—No se preocupe, señor… 

—Peter Robertwood —el hombre habló con voz firme y gruesa. 

—Está bien, señor Robertwood. Soy Andrew Colter y no huyo de la policía, ni estuve preso jamás. Solo soy un estudiante de medicina en busca de emociones —le dije, antes que pudiese agregar algo más a la conversación. Robertwood fue contundente y dio por finalizado el interrogatorio mirándome fríamente a los ojos mientras sostenía con su mano derecha la llave de la habitación que me entregó titubeante. 

Tomé la llave y luego arrastré mis dos maletas por las escaleras hasta llegar al tercer piso. La habitación número doce me esperaba. Al subir por la angosta escalera presentí que Robertwood supo que yo era un delincuente. El viejo tenía demasiada intuición o eran demasiados años en el negocio de hacinar personas entre cuatro paredes. 

Ya habían pasado tres semanas desde mi llegada. Una de aquellas mañanas noté que alguien había estado en mi cuarto husmeando mis pertenencias. El viejo tenía una copia de la llave que abría la puerta de mi cuarto, pues Robertwood había olvidado llevársela al macharse. No pensaba informarle acerca de semejante error. Aunque el viejo fue meticuloso a la hora de revisar y tratar de encontrar algo; tal vez un arma de fuego, su trabajo de detective implacable había fallado en el momento de marcharse decepcionado del cuarto. Deduje, que al practicar su rol de fisgón, tropezó con mi silla de mimbre gastada y luego perdió el equilibrio cayendo bruscamente al piso. Robertwood, o quién fuera que haya entrado en mi cuarto, tendría con seguridad una herida en su cuerpo, pues había una pequeña mancha de sangre en una de las patas de mi aposento. El piso de cerámica barata parecía trapeado cuidadosamente. Posiblemente la herida haya sangrado demasiado. El sujeto sintió temor, mucho temor, y huyó rápido de la habitación. Yo sabía que si encontraba mis armas no diría una palabra, ya que una intervención policial no le daría beneficio a su afán de traer más gente al llamado “Robertwood Apart Hotel”. Pero yo era un asaltante cuidadoso y me jactaba de ser muy profesional. Nunca cometería el error de traer armas al conventillo, pues mis pistolas las había depositado el señor Paul Wenever en una caja de seguridad, en la misma entidad bancaria que en poco menos de una semana estaríamos asaltando, apoderándonos del dinero de varias transacciones e incluyendo una extracción que ese mismo día estaría haciendo Peter Robertwood. 

El anciano era demasiado ingenuo. No tardé mucho en investigar sus movimientos de dinero y esperaba que no se interpusiera en mi camino. 

Siempre fui propenso a guiarme por el sentimiento del deber o de la conciencia (mi conciencia), más bien por las prescripciones rigurosas de la justicia o por el texto terminante de la ley. 

Recostado en mi cama, en la penumbra, llegué a la conclusión de que el camino de la mansedumbre de mis primeros años de vida, me condujo a un estado depresivo crítico. 

Había dejado de ser un esclavo de mi falsa identidad cuando asesiné a esa escoria de Robertson y a esa mujer y su bebé. Los asesiné sin piedad y podrían haberme atrapado y enjaulado para hacer lo mismo conmigo, pero no lo hicieron. Nunca me atraparon. Las causas se cerraron rápidamente y los expedientes pasaron a rellenar algún cesto de basura o cajón de archivos que es lo mismo. Sólo el crimen de Robertson se reflejó en los diarios y en los periódicos. Los crímenes causaron mucha conmoción en los investigadores de turno, especialmente el caso de la mujer de nacionalidad mexicana y su moribundo crío. Tal vez la autopsia reveladora le propinaría un duro golpe de revés al procedimiento legal; en los homicidios enclaustrados dentro del razonamiento y comportamiento normal de los criminales. 

Fue una noche de verano, un cuatro de julio, día de la independencia, cuando seguí y maté a la mujer mexicana. A ella no le importaba el estado de salud de su hijo. La mujer se dedicaba a pedir limosna sentada cómodamente en la escalinata de un enorme paseo público de la ciudad de Wisconsin. No quiero darle demasiada importancia, ni ser muy descriptivo, porque no puedo sacar todavía de mi cabeza la idea demoníaca de la mujer de mezclar alcohol con la leche para que el niño se mantuviese inconsciente. Con tres años de medicina cursados, fui lo suficientemente acertado al observar el estado del bebé. Éste tenía claros síntomas de cirrosis hepática. Pude observar restos de sangre seca en sus orificios nasales. La mujer prestaba más atención a la tibia moneda que tocaba el fondo de su canasta que a mi evidente interés por ver los marcados estigmas que acababan poco a poco con la vida del niño. No le quedaba mucho tiempo en este mundo. Al sangrado y a la formación de hematomas se le agregaba una marcada y profunda ictericia. La mujer disimulaba el estado de su hijo cubriéndolo con una manta rotosa y humedecida con la bebida fatal. 

Los dos disparos de mi temporal calibre 38 impactando en el cuerpo del niño cortaron su agonía. Sentí verdaderamente un gran desahogo y, más aún, cuando las balas de puntas huecas atravesaron el cuerpo de la mala mujer. El estallido de sus huesos y carne destrozada me devolvieron en ese momento la paz interior que necesitaba. 



Antes de quedarme dormido, aprovechaba ese momento único para programar, pensar, y sacar algunas conclusiones del pasado. Nunca supe el motivo que me llevó a invitar a los hermanos Burton a participar del atraco, porque siempre trabajé en compañía de Paul y en silencio. Tal vez esa decisión fue la que empezó a tejer la telaraña de mi destino. 

Cada mañana despertaba sintiendo culpa por las decisiones tomadas en mi pasado. Tenía una carrera brillante. Era un estudiante ejemplar, becado, y con un futuro, tal vez, exitoso; y en alguna universidad importante. 

¿Cuál fue la causa que me empujó a conocer lo más oscuro de mi ser? 

Nunca la supe, pero fue una decisión espontánea que llenó de adrenalina mi cuerpo en todos estos años. Ese día, cuando empuñé un arma por primera vez, comencé a sentirme vivo. 

Jamás culpé a mis padres por la educación recibida. A ellos les encajó de maravilla lo que recibieron de mis abuelos. Simplemente no ocurrió lo mismo conmigo. En realidad, lo que quiero decir es que siempre fui un criminal; y no he sido un delincuente y asesino por venganza, resentimiento o rebeldía. Estoy completamente seguro que esa fue mi auténtica realidad. 

Mi vida de estudiante y de ciudadano ejemplar era una verdadera farsa, una máscara que se desvaneció cuando apreté el gatillo por primera vez, volándole la cabeza a John Robertson, un violador serial dejado en libertad por un tribunal ineficiente y de ojos vendados. Antes de mandarlo al infierno, sí que lo hice sufrir. Me encargué de mandar una fotografía a los padres de las víctimas. El señor John, como le decían en su cargo de administrador de una tienda de ropa en el pueblo de Maryland, no lucía nada bien a la hora de ser fotografiado y mucho menos cuando sus sesos se echaron a volar, como globos de cumpleaños escapándose de la mano de un niño descuidado. 



El Hotel Robertwood tenía algunas deficiencias. Era la segunda vez en la semana que se cortaba la energía eléctrica. No quería hacerme la idea de que el viejo Robertwood tenía que ver con este hecho. Podría haberme cerciorado de que mi presentimiento era una realidad, pero pensaba que si caminaba en la penumbra de los pasillos del inquilinato, causaría temor en el resto de los vecinos. Seguramente, ese maldito de Peter Robertwood, bajaba la llave general del tablero para ahorrar electricidad. Verdaderamente me perjudicaba, porque me gustaba leer por las noches algún libro o alguna revista de marketing para evitar quedarme dormido y tener esas pesadillas de siempre. Creía que algún día podría llegar a escribir mi propia revista de marketing, ignorando el consejo de Isabela y enseñando la forma correcta de pisar la basura de las calles, atracar bancos, y ser amigo invisible de la “justicia”. 

Estaba molesto porque le temía a la oscuridad. Lo único beneficioso que me regalaba la penumbra era saber que el maldito bastardo del departamento número quince había cesado de golpear a su mujer. Todas las noches llegaba de su trabajo y se descargaba con el bello rostro de su pareja. Siempre me reí literalmente de todo y de todos. Seguramente los padres habían dado innumerables consejos a la muchacha sobre el tipo de persona con la cual se beneficiaría al casarse. Pero nunca les llevamos el apunte a nuestros padres. Cuando somos adolescentes nos importa solo el dinero que nos dan para no sentirnos excluidos de una sociedad extremadamente consumista. Cuando crecemos, seguimos necesitando ese dinero, pero empezamos a sentir culpa de haber puesto sus corazones en una picadora. Yo pude haber remediado los desaciertos, pero no tuve tiempo. Mis padres han muerto hace bastante y nunca les dije a Isabela y a June que las amaba. 



Volviendo a la planificación del robo, pensaba que estaba casi todo en orden. Sería nuestro vigésimo asalto a un banco en seis años de eficiente labor y sin ser descubiertos. Paul Wenever había sido implacable en su trabajo. A decir verdad, en cada atraco arriesgaba a mi amigo a caer en manos de la policía, pero no nos quedaba otra opción. Yo creía que muy pronto, el gran Andrew Colter y su amigo Paul Wenever, harían historia. Serían verdaderas leyendas del crimen perfectamente organizado, y para que eso pudiera suceder, tenía que pensar en el rol que tomarían los hermanos Eric y Patrick Burton, pues les había dado mi palabra. Apresurada o no, mi palabra fue que estarían en el golpe y no podían dar marcha atrás. No los conocía demasiado, pero pensaba que eran muy impulsivos, irascibles, y hasta creo que no dudarían en denunciarme si los dejaba fuera del atraco. No pensaba asesinarlos porque no acostumbraba a matar antes de robar un banco. Me traería demasiadas preocupaciones y desviaría la total atención que depositaba para lograr eficacia, rapidez, y dejar un sinnúmero de acertijos a los investigadores. 

Northville era una ciudad pequeña; un banco pequeño y depósitos de dinero abundante. Antes estuvimos en Ann Arbor a veintiún millas de La Villa y también en Detroit. Fue un trabajo sencillo. Robamos dieciocho mil dólares en Arbor y treinta y cinco mil en Detroit. Había al menos unos cincuenta mil disponibles para nosotros en el Banco de Northville. 

Aprovecharía la mañana para recorrer un poco las calles. Había salido sólo por las noches desde mi llegada a la pequeña ciudad, que se preparaba para recibir la Navidad con un gran desfile en las calles. El señor Paul Wenever esperaba mi llamado para dar el gran golpe. Él había hecho todo a la perfección. Nunca había fallado desde que le conocí y hacía muchos años que estaba a mi lado. No recuerdo exactamente el tiempo que hacía que Paul estaba acompañándome. Creo que seis años, o quizá más tiempo, o de toda la vida. 

Juntos disfrutamos varios amaneceres en las playas de Zihuatanejo. Acostumbrábamos a huir del frío y de la nieve cuando decidíamos tomar unas vacaciones. Paul era como un hermano para mí. Él era mi gran amigo inseparable. No sé si lo hacía para conformarme o para no confrontar, pero la mayoría de las veces estaba de acuerdo con mis decisiones y pensamientos. No le gustaba hablar de política y disfrutaba mucho la hora de la cena. Era un momento único de admirable relax. Lo acompañaba siempre y me gustaba contemplar su estado de ánimo. 

Paul tenía unos pocos años más que yo. Aceptaba con buen humor cuando le llamaba por su apodo. Me gustaba decirle “Lex”, por Lex Luthor de la serie Smallville. Su calvicie era llamativa, aunque su nariz de pico de águila se destacaba en su rostro pálido. Sus ojos pequeños y brillantes eran idénticos a los míos. A él le encantaba decirme John, por mi gran parecido a Lennon. Una vez nos emborrachamos en una cantina de Nuevo México, y después de una cena de comida picante, me confesó que había asesinado a sus padres. Lo miré fríamente a los ojos. Tuve el presentimiento de que dijo la verdad, pero destrabó la engorrosa situación diciendo: 

—¡Es una broma, John! Mis padres murieron en un accidente, cuando era pequeño. 

Tal vez guardaba la verdad en lo profundo de su ser. Nunca me interesó ahondar sobre el tema. Respeté la decisión de Paul de guardar secretos, a pesar de que él sabía muchas cosas sobre mi pasado; y jamás le contaría algunas intimidades las cuales llevaba bien arraigadas. 

Había amanecido en La Villa. La habitación tenía una buena vista hacia el exterior. Algunos ancianos pisoteaban las calles y por la noche habría un concierto. Iría a tomar unos tragos. Llamaría antes a Detroit para saber cómo estaba Paul. Nunca estuvimos juntos antes de cometer un robo, sería contraproducente que nos viesen juntos. Quería evitar los interrogatorios de la policía cada vez que llegaba a un pueblo. Yo sabía que en algún momento del día sería interrogado. Northville tenía solo ocho mil habitantes y querrían saber qué hacía en La Villa; y más aún cuando los principales eventos se realizan en verano. 

Era hora de levantarme de la cama. Una vez mas no había podido dormir. Era ese sueño que se repetía noche tras noche. La maldita calle oscura me sorprendía en mis sueños. La calle oblonga me paralizaba, anulaba mis sentidos, y tenía que hacer un esfuerzo para que su maldición no afectara mi accionar diario. No había encontrado una explicación acerca de la causa que me conducía siempre a ese mismo sitio. Paul Wenever siempre bromeaba al respecto y creía que la calle oblonga representaba mi cerebro a punto de estallar cada vez que planeaba asaltar algún banco importante del país. Verdaderamente, el señor Paul Wenever me hacía reír. Era el amigo que necesitaba para no dar un mal paso. No queríamos ni pensábamos ir a la cárcel. 

El cuarto de baño era demasiado confortable en comparación con el resto de la habitación. El espejo me sentaba bien. Acostumbraba a pasar mucho tiempo delante de espejos. Algunos de ellos podían hablar. Me gustaba lavar mi rostro con agua fría y masajearlo con una especie de digito puntura casera mientras escuchaba esa voz: 

—¡Oh! Ahí estás otra vez, Andrew Colter. ¡Buenos días! Me alegra verte a ti, mucho más que al señor Paul. Paul Wenever no es buen ejemplo para ti, John… 

—No empieces a sermonear o te romperé en mil pedazos… 

—Cálmate, John. Tu rostro no luce nada bien en el día de hoy. No olvides de peinar tus largos cabellos y recogerlos con una cinta. Tienes que evitar a que te llamen: vago. No olvides limpiar tus lentes y evita usar ropa gastada y sucia. Sonríe siempre y cepilla tus dientes. Lo que tú reflejas en mí es lo que la gente ve allí afuera. Ahora sal de mi vista, Andrew Colter. Márchate de esta pocilga y recorre la ciudad. 

Creo que Robertwood no necesitaba una llave para abrir la puerta de entrada. La cerradura estaba falseada. Cualquiera pudo haber ingresado a mi cuarto. Pero mi maleta negra estaba bien asegurada. Eso solo importaba, a pesar de que nada de valor guardaba en su interior. No llevaba mucho dinero; ni joyas; ni armas; nada de utilidad para una persona común. Solo eran pertenencias de uso privado y las utilizaba siempre unas horas antes de cometer los asaltos. 

Allí estaba Robertwood, caminando siempre por los pasillos. Fue inevitable toparme con él. 

—¡Joven Colter, buenos días! Se ha levantado temprano, creo que desde su llegada no ha salido a recorrer las calles por las mañanas. Northville es una buena compañera en invierno. Puede desayunar allí enfrente. La cafetería abre muy temprano. Aprovechará seguramente el frío de las calles, observando los preparativos para el desfile —dijo Peter con humor envidiable. 

—Buenos días, señor Robertwood —respondí a su saludo amablemente—. Creo que así lo haré. Me vendrá bien un paseo y charlar con alguien. Una buena taza de café y tocino con huevos me sentarán de maravilla —agregué con una sonrisa muy particular. 

—El señor y la señora Teleman son excelentes cocineros. Le gustará el desayuno —repuso el pequeño hombre calvo. 

—A mí regreso le diré si son buenos en la cocina —le dije con ganas de marcharme rápido. 

—Joven Andrew. Quiero felicitarlo por su vestimenta. Verdaderamente, desde su llegada, pensé que era un criminal escapando de la ley. Las apariencias suelen engañar ¿No cree usted en ello? —preguntó esperando a que asintiera. 

Le di una respuesta considerada: 

—Seguramente, señor Robertwood. Usted es un hombre mayor y con experiencia, y quiero hacerle saber que tiene razón. Le pido disculpas por haberle traído algo de preocupación aquel día. 

—¡Oh!, no, señor Andrew —vociferó el viejo, sorprendido por mis palabras—. Tengo que ser yo el que tiene que dar las disculpas por haber husmeado en su cuarto —dijo Peter sincerándose—. Sé que usted se dio cuenta de ello. Comprenda que estoy cansado de alojar a delincuentes. Siempre he querido que el lugar sea respetable —enfatizó con esmero. 

—Lo será, señor Robertwood. Sólo basta con poner orden en algunas habitaciones —le dije, generando preocupación en su semblante arrugado. 

—Creo que sé a qué se refiere —dijo categóricamente—. La señora Liz es una excelente persona. Sucede que tengo miedo de afrontar ese compromiso, señor Andrew. Su novio es un oficial de policía muy reconocido en la ciudad. Al Rights es un héroe de Northville y es muy irascible. Verdaderamente le temo, y más aún, temo por la señora. Él la golpea muy duro a veces —agregó Peter preocupado. 

—Intente acercarse a él con cautela y hágale saber su postura. Vaya despacio. Mida sus impulsos. Tal vez pueda ayudarlo —le dije pensando en mi amigo Paul. 

—Gracias, señor Colter. Piensa como un verdadero adulto a pesar de tener… 

—Veintinueve años, señor Robertwood. Ahora, dígame… ¿Cómo está la herida en su frente? 

—¡Oh!, la herida…pues, con una leve mejoría. Le agradezco —dijo Peter, pasmado por mi pregunta. 

—Tenga paciencia y tome en cuenta que las heridas a su edad no cicatrizan rápidamente. Le aconsejo cuidar su cuerpo, señor Peter ¿Puedo llamarlo así? 

—Claro. Es así como me llamo. Lo llamaré Andrew, aunque estoy pensando, y si usted no se enoja, podría llamarlo… 

—…John —le dije—, mirándole fijo a los ojos y esperando que se dibujara una sonrisa en su rostro. 

—¡Jajá! Es usted muy parecido a Lennon, joven Andrew. 

—Lo sé, Peter. Tal vez, y si no se enoja, podría llamarle Danny. Por Danny De Vito. Es usted muy parecido, Peter. 

—Jajá. No había prestado atención ¿Quién es Danny De Vito, amigo John? No veo mucha televisión. 

—Es un actor cómico y uno de mis preferidos. Ahora, si me disculpa, quiero salir a la calle. Nos vemos luego señor Danny… 

—Ajajá jajá ¡¡¡nos vemos luego, joven John!!! 

Maldición. Hacía demasiado frío para salir tan desabrigado. No veía el momento de volver a Zihuatanejo. Pensaba comprar una campera en alguna tienda. Eso sería lo segundo que haría en el día, porque antes comería tocino con huevos y bebería una taza de café bien caliente. 

Me caía bien el viejo Peter Robertwood, y esperaba que se comportara bien el día en que tendría que quedarme con su dinero. Mi amigo Lex tenía poca paciencia y no dudaría en dispararle. 

El hecho de entrar a un sitio y ser un perfecto desconocido hace que todos dejen de conversar para centrar luego su atención en la puerta de ingreso. En esos momentos dejaba de ser un joven apático y mostraba esa sonrisa recomendada siempre por mi espejo parlanchín. Es como si mi rostro se encendiese como una linterna brillando en la oscuridad. 

—¡Buenos días! —dije al entrar. 

Saludaron todos respetuosamente. Conté ocho personas desayunando sentados cómodamente en sillas de pana pegadas a la barra de madera lustrada. Tomé asiento en una de las restantes cuatro sillas libres. Al sentarme, miraban cada uno de mis movimientos, querrían, tal vez, que les hablase. Así lo hice ese día agridulce: 

—Es una mañana muy fría en la ciudad. Salí demasiado desabrigado —dije en voz baja y con una respetuosa pausa necesaria. 

—Si no tiene un abrigo puede comprar uno en mi tienda, joven. Soy el señor Vincent y las dos personas que tengo a mi lado son Conrad y Bridgestone —dijo el hombre anciano—. Vincent inclinó su cuerpo hacia delante para poder verme con claridad. 

—Es un placer, señores. Visitaré la ciudad y creo que la pasaré muy bien —les dije con ímpetu. 

—No lo dude, joven. Northville es una ciudad muy hermosa y cuna de muchas personalidades. ¿Ha escuchado hablar o ha leído acerca de Henry Ford? —preguntó Vincent—. Él y su esposa Clara Jane vivieron aquí —acotó. 

—También ha vivido aquí Mike Henneman, pítcher de Los Tigres de Detroit —dijo Conrad efusivo. 

—Y también ha estado aquí Mike Babcock entrenador jefe de Los Detroit Red Wings —agregó Bridgestone al instante. 

No supe que contestar. Agaché la cabeza y mi cuerpo se tensionaba. Comencé a silbar inquieto. Si decía la verdad, la relación con los lugareños iba a empezar de una manera desafortunada. No había oído hablar de ninguna de las personas, a las cuales admiraban con orgullo. 

Fue la señora Teleman quien puso paño frío a la escena y dijo con un humor admirable en horas tempranas del nuevo día: 

—Es muy joven y seguramente tiene otros intereses en vez de leer acerca de la historia de la ciudad. Ustedes son muy ancianos para preguntarle a él que revele alguna de las personalidades famosas que residen o residieron en su ciudad. ¡No le serían familiares sus nombres! La propietaria del lugar lograba con su alegre ironía destrabar tensión de los semblantes rígidos de los tres ancianos. 

—¡No somos tan ignorantes, señora Teleman! Leemos los diarios de Northville —dijo Conrad. 

—¿De dónde es usted, joven? ¿Qué lo trae por Northville? —preguntó la bella señora de piel blanca como la nieve. 

—Soy de Wasatch Front, Utah, señora Teleman­ —respondí, observando su mirada del mayor de los encantos. 

—¿Cómo sabe mi nombre? —repuso con asombro y curiosidad. 

—El señor Peter Robertwood me habló de su café. Dijo que usted hace el tocino con huevos más sabroso de la ciudad. 

—¡Ese viejo gruñón siempre ha querido echarme mano! Antes de conocer a mi marido Frederick, Peter estuvo a punto de convencerme para que fuese su novia. Pero teníamos metas distintas. Robertwood era un joven emprendedor y yo una jovencita muy soñadora. Hace años que estoy casada con Frederick Teleman. Pero amaba a Peter, y más aún por su parecido a… 

—… ¿A Danny De Vito? —terminé la frase por ella sin mirar su rostro. 

—Jajajajaja. ¡¡¡Es usted muy ágil y muy atento!!! Y le transmito que yo también lo soy. No voy a evitar decirle que usted es muy parecido a… 

—…Lennon. 

—¡Jajá jajá! Así es, joven. Creo que el tiempo que usted esté en Northville nos llevaremos muy bien. 

—¡Oiga, señora Teleman ¿Quién es Danny De Vito?! No le conozco ­—preguntó Bridgestone. 

—¿Quién es Lennon, señor...? 

—Andrew Colter. Puede llamarme Andrew o John —le dije a Conrad, el más anciano de los tres. 

La señora Teleman volvió a reír. Fue rápidamente en busca de mi desayuno. Expliqué a los ancianos Conrad y Bridgestone acerca de Lennon y Danny De Vito. Vincent asintió con su cabeza. El vejete sabía de quiénes yo estaba hablando. Era una buena posibilidad para cumplir con mi deseo de charlar con alguien y distraerme para sentirme un poco libre del encierro del laberíntico hotel de Peter Robertwood. 

Me hubiese gustado tener el poder de seleccionar mis sueños, olvidando esa maldita calle oblonga para soñar eternamente con la bella mujer que estaba minutos después ante mis ojos, sosteniendo la bandeja que trajo mi desayuno. No era Nicole Kidman, ni tampoco Abbie Cornish. Aunque se parecía muchísimo a la joven actriz australiana. En las ciudades grandes podía caminar por las calles sin que nadie me mirase detenidamente. El ritmo de vida vertiginoso impide siempre que nos detengamos a observarnos unos con otros. La ciudad pequeña era diferente y estaba preparado para afrontar ese tipo de situaciones, a veces, extremadamente divertidas. Northville se prestaba para mirar atentamente a una persona y obtener de ella una rápida lectura de su fisionomía. Siempre pensé, y mantengo mi opinión, que la especie humana nunca fue tan compleja. El humano es muy banal y predecible. Al menos para mí siempre lo fue. 

La muchacha era joven, de unos veinte años. No podía quitar mis ojos de su figura y no fue mi deseo desnudar su personalidad. Era increíblemente bella y tenía rasgos de la señora Teleman. 

—¡Buen día tengan todos! Me he retrasado con mis estudios y no he podido llegar temprano para servirles el desayuno. Espero que mi madre lo haya hecho correctamente —dijo la joven con naturalidad, firmeza y simpatía. 

Hubo risas de las personas habitué al lugar. Hubo solo risas entrecortadas del resto de las personas que estaban en la cafetería. Había una familia foránea con tres niños pequeños. Nos observaban con desdén y engullían su desayuno muy deprisa. Se asemejaban a una parvada de pollos devorando maíz. Tal vez estaban pensando alejarse rápido de Northville y llegar a Detroit en horas del mediodía. 

La muchacha fue elaborando espontáneamente una estrategia para estar cerca de mí. Fue trapeando la barra hasta estar delante de mis ojos. Y yo estaba preparado para que lloviesen las preguntas. 

—Mi madre me ha dicho que viene de muy lejos... de Utah... debe ser muy hermoso. ¿Estoy acertada en ello, John? 

—Lo es —le dije—. Utah es un estado muy apacible. Debo decirte que no me llamo John. Ha sido una broma de tu madre —agregué—, recordando el sermón de mi espejo: sonríe, Andrew, sonríe. 

La señora Teleman se dejaba ver a unos cuantos pasos detrás de la barra. Desde la cocina asintió mi charla con su hija y acompañaba con su blanca sonrisa nuestra conversación. 

—Soy Amy. Y me da gusto conocerte. 

—Soy Andrew. Andrew Colter; y el placer es mío, Amy. 

—Andrew. ¿Te quedarás mucho tiempo en Northville? ­—preguntó esta vez incómodamente—. Sus mejillas se ruborizaron. 

—Estaré en Northville todo el tiempo que sea necesario. ¿Vas a invitarme a dar un paseo? —arremetí con ganas de tenerla en mis brazos—. Ella se puso más nerviosa y los ancianos prorrumpieron en aplausos. Estaban compenetrados en nuestra charla y celebraron mi gran jugada de la misma manera que lo hubieran hecho con un tanto de los Red Wings de Detroit, años atrás. 

Los vejetes ya me habían integrado a su círculo de amigos. Antes de abandonar la cafetería, el señor Vincent me invitó a estar nuevamente allí, el próximo día. Conrad y Bridgestone, antes de retirarse, preguntaron nuevamente con confianza: 

—Oye, John. Dinos… ¿A quién crees que se parece la joven Amy? — . Conrad piensa que se parece a Anita Ekberg— mencionó Bridgestone. ¿Tú que crees? 

Sonreí con más confianza y contesté rápido: 

—Se parece a Mary Creesle. 

—¡Vámonos de aquí, Bridgestone! ¡No sé de quién está hablando este muchacho! 

Por un momento quedé solo y en silencio en la cafetería. La familia se retiró al mismo tiempo que lo hicieron los ancianos. Tanta inocencia e ingenuidad en estas personas hizo que mi semblante perdiese elasticidad. Estaba realmente colmado de tristeza. Cerré los ojos por un momento y derribé sin querer la taza de mi café sin terminar. Amy volvió de la cocina rápidamente y trapeó la base de la barra con un paño húmedo. Ella no dejaba de sonreír y yo había estado por escasos segundos en la calle oblonga de mis sueños. 

La puerta de la cafetería se abrió con suavidad y se cerró luego bruscamente. Era un hombre alto. Llegó a media mañana intentando, quizá, desayunar. Supe de quién se trataba cuando ocupó una de las sillas de la barra, justo la que se encontraba a mi derecha. Era el jefe de policía que visitaba a la señora Liz en el Robertwood. Sabía que tarde o temprano ellos aparecerían a hacer preguntas. 

Amy saludó cortésmente: 

—Buenos días, Al. ¿Va a tomar lo de siempre?­ —preguntó la joven—, observando al oficial que me acechaba con su mirada irascible. 

De reojo recibí la estocada de su asedio y opté por saludarlo amablemente: 

—Buen día, oficial. Gracias a mis estudios de medicina puedo decirle que hace demasiado frío afuera para que usted tenga sudor en la frente. ¿Tiene usted fiebre? 

Intenté mostrarle interés para que dejara de mirarme como a un vago recién salido de prisión; pero lo que pensaba realmente, era que el miserable obeso transpiraba más que un pavo en el horno el día de acción de gracias. 

El oficial respondió con desdén: 

—Transpiro por haber perseguido cerdos delincuentes. Espero que tú no seas uno de ellos. Creo que te conozco. Tú te albergas en Robertwood desde hace algunas semanas. ¿Qué es lo que te trae por aquí? 

—Me llamo Andrew Colter, o puede llamarme John. Por mi parecido a Lennon —le dije—, mostrando otra vez mis dientes. 

—Sí, claro. Pienso que no eres tan parecido. Tu cabello es similar, tal vez tu piel sea lo más parecido. Pero si te sacara tus lentes no te parecerías a John… 

El gordo tomó mis gafas y me las quitó. «Serénate, Andrew, no cometas el error de desequilibrarte, controla tus impulsos, recuerda que lo más importante es el dinero del banco», me dije a mí mismo. 

El oficial Al llamó a Amy. La joven apoyó su desayuno en la mesa. Se dio cuenta que algo no andaba bien. Al Waters llamó su atención: 

—Amy… ¿Crees que el joven se parece a John Lennon sin sus gafas? 

—Creo que no, Al —respondió la joven—, sabiendo que su respuesta tranquilizaría al oficial. 

Luego le arrebaté cuidadosamente mis gafas al obeso y le dije: 

—Lo siento, oficial. Debo tener cuidado con mis lentes. No quiero que se estropeen para después tener que usar un bastón blanco y un perro lazarillo que me acompañe a pasear por la ciudad. 

—Jajajajaja. Eso fue realmente chistoso, señor Andrew. Comienza a caerme bien. Espero que nos volvamos a encontrar por aquí. 

—No lo sé, oficial Al. No acostumbro a estar mucho con personas que piensan que soy un cerdo escapando de la ley. Tampoco me gustan las personas que golpean a sus esposas… 

—¡Haz silencio, maldito! —susurró en mi oído esas palabras. Y continuó hablando mientras tomaba algo de distancia: 

—Si hablas de lo que sucede por las noches en el Robertwood, te encerraré en la celda y tu trasero masticará mis botas ¿Has entendido? 

Asentí. 

Amy hizo un esfuerzo para entender la actitud del policía. La visita del oficial había terminado. Se retiró de la cafetería sin abonar su desayuno. Tuve ganas de que estuviera el señor Paul Wenever. Eso sí que hubiese sido divertido. Pero aún no era tiempo de que a Al Waters le volara los sesos como a Robertson. 

Me despedí luego de Amy Teleman y su madre. A media mañana, aprovecharía a recorrer un poco el sitio para no despertar sospechas de la verdadera razón por la cual había sacrificado mi larga estadía en playas mexicanas. 

Ese viernes era noche de conciertos y volvería a ver a Amy. Habíamos acordado encontrarnos nuevamente. Salí de la cafetería. Al Waters estaba estacionado y me observaba desde el interior del móvil policial ¿El obeso intuía algo? ¿Sería esa intuición especial que solo poseen los policías cuando algo anda mal? 

Me adelanté unos metros caminando por la estrecha vereda y Al Waters puso en marcha su patrulla. ¿Quería vigilar mis pasos? No descarté la posibilidad de ser cuidadosamente perseguido. 

Si decidía cambiar de planes debía llamar al señor Wenever para abortar el golpe. Ello sería una buena y justa razón para sacarme de encima el problema llamado: Erick y Patrick Burton. 

Hablaría por la tarde con los hermanos e intentaría que dieran marcha atrás y renunciaran a asociarse con nosotros. Y no pretendía recibir otro tipo de respuesta que no fuera la que quería escuchar. No sabía qué hacer y no deseaba que Lex llegara a la ciudad antes de lo programado. Paul Wenever aún no tenía certeza de que yo había invitado a dos personas más a participar del golpe. No imaginaba como tomaría mi decisión y no quería pensar en ello. En ese momento solo me puse a pensar en Amy Teleman. 

El paseo por la ciudad fue demasiado corto. El obeso Al siguió mis pasos todo el tiempo. Decidí regresar al Robertwood, pero antes pasé por la tienda de Vincent. Conocí allí a algunas personas más. Todos o casi todos en el pueblo parecían ser muy amables y cordiales. Llevaba siempre poco dinero en mis bolsillos, pero fue suficiente como para comprar un abrigo, una camisa y una corbata. 

Tendría una cita otra vez. La última había sido unos meses atrás, en México. Fue algo pasajero. Paul estuvo allí, como siempre, y se burló demasiado cuando la señorita robó mis pertenencias. 

Nunca he visto a Paul tener una cita formal. Siempre dijo que estaba algo viejo y que no le interesaba dedicarse a tratar de tener una relación seria. Prefería las citas informales como las que siempre tenía, pero sin el condimento de despertar por la mañana y haber padecido un infame saqueo. 

Paul Wenever era un gran administrador de mi dinero. Dejé que él manejara la ganancia de mis atracos. Lo hacía verdaderamente bien. Estábamos pensando comprar alguna propiedad en Zihuatanejo. Ambos teníamos la idea firme de compartir una casa con vista al mar, comprar un yate y salir de pesca. No había suficiente dinero todavía, porque había utilizado muchos de mis fondos para pagar deudas de mi padre, más que deudas de mi padre, una deuda familiar: la maldita hipoteca de la casa. A eso se le sumó la enfermedad terminal de mi madre y los estudios universitarios de mi hermana June. 

Mis padres nunca sospecharon que su hijo John se dedicaba a robar bancos y a asesinar basuras de la calle. Comencé a delinquir a temprana edad, y con el tiempo alternaba mis estudios con el maravilloso hobby de hacer dinero rápido y fácil. Muchos opinaban que robar bancos no era nada sencillo. Es verdad. Nunca lo fue. Pero para mí sí lo era. Solo me llevaba unos minutos entrar al sitio para arrojar una bomba de humo, golpear por sorpresa a algún guardia y arrebatar algunas cajas. Nunca he hecho un solo disparo. Nunca he matado a un oficial. Aunque estoy pensando hacerlo muy pronto. 

Paul se instaló definitivamente en mi vida una mañana de diciembre del año 2005. Tenía yo veintitrés años; y estaba regresando de Irak como héroe de guerra. 

Ese día llegué muy temprano. Recuerdo que eran las siete de la mañana. Había demasiado silencio en mi pequeña casa de Wasatch Front. A esa hora mi madre preparaba el desayuno para toda la familia. Mi padre era vendedor de salón. Vendía automóviles en un local muy confortable y de clima laboral excelente, en el centro de la ciudad; aunque debo decir que su sueldo era magro. June estaba en la preparatoria, en el Salt Lake Community College. 

Aquel día recorrí toda la casa y no los hallé. Caminé por los alrededores y todo fue en vano. Pregunté a la vecina. La señora Thompson tardó en reconocerme y dijo que no los había visto salir de la casa. Fue todo muy extraño. El auto de mi padre no estaba en la cochera. Hice un llamado al trabajo de Alan. El señor Geller, dueño del salón, me informó que el viejo aún no había llegado a su trabajo a pesar de que era un poco temprano. Igualmente, Geller, dijo que era admirador de la responsabilidad y dedicación de mi padre, porque siempre había llegado temprano a su trabajo; y dijo también que Alan era el vendedor más carismático que había tenido en muchos años. Geller tenía ganas de seguir hablando, pero interrumpí la conversación rápidamente. Estaba muy preocupado y comencé a temblar de miedo. 

Minutos después llamé al colegio y June tampoco había llegado a la preparatoria. Luego hice una penúltima llamada al hospital del estado. Mi madre no estaba allí. ¿Cómo no pude oírlos? ¿Se habían marchado? No había rastros ni de mis padres ni de mi hermana. 

Hice una última llamada y fue al departamento de policía… 

Pasó mucho tiempo. Había tres lápidas simbólicas en el parque de descanso de la ciudad esperando cobijar los cuerpos de mi familia. Había, además, una extensa lista de desaparecidos y mis seres queridos estaban en ella. Los investigadores no fueron muy alentadores. Estaba seguro de que mis padres y mi hermana habían muerto. 

Esa misma mañana eché a correr por las calles desesperado. Terminé delante de un espejo en un baño público de la ciudad. Lavaba mi cara con abundante agua fría cuando el señor Paul Wenever estaba detrás de mí, observando. Vaya lugar para conocer amigos. Wenever jamás me abandonó desde ese día tan aciago. 



Regresé al hotel. Siempre evitaba encontrarme con el señor Robertwood. Lo había hecho demasiado bien hasta el momento; nunca me había visto llegar ni salir por las noches. Dejaría la ropa que adquirí en la tienda Vincent y le haría unas preguntas a Peter, que allí estaba otra vez, con su inseparable escobilla barriendo el piso de la sala. Pensaba preguntarle acerca de los hermanos Burton. Él sabría qué decir. Seguramente los conocía muy bien, ya que eran oriundos de la ciudad. Aunque lo pensé bien y decidí apretar los dientes. 

—Buenas tardes, Peter. He regresado y ha sido un paseo excelente —le dije. 

—Me alegro mucho, joven Andrew. Quiero informarle que ha recibido un llamado telefónico. Era un señor de buena educación. Hablaba muy pausado. Le dije que usted había salido de paseo y que volvería pronto. Su voz se parecía a la suya, pero era un poco más grave. Por un momento pensé que era una broma suya, John, pero después dijo ser el señor Paul Wenever. Avisó que llegaría a la ciudad en dos días… 

—Paul vendrá —dije en voz baja. 

—¿Es un amigo o pariente suyo, John? —preguntó Peter. 

—Paul es como mi padre, o quizá, como un hermano mayor —respondí pausadamente. 

—Espero que a su llegada pueda conocer al señor Paul Wenever. Tal vez tenga tan buen humor como el suyo y quizá podamos pasar un agradable momento. 

—Lo dudo, Peter. Paul ha tenido pocas veces buen humor. Él evitará todo contacto con la gente de la ciudad. Si viene de visita vendrá por la noche. Me ha sorprendido su noticia, señor Robertwood —le dije—. Hice una breve pausa y desvié la conversación: —Necesito rentar un vehículo para esta noche, Peter. ¿Puede usted ayudarme? 

—¡Claro que sí! Si piensa llevar a dar un paseo a Amy Teleman, eso requiere de un buen auto, ¿verdad? Puedo ofrecerle el mío. Solo trátelo con cuidado, pues ha habido varios accidentes. La última desgracia fue hace dos noches atrás, con vecinos de Northville involucrados en el hecho. 

Miré al señor Peter que estaba extrañado por sus comentarios y se dio cuenta de que yo también lo estaba. 

—No se sorprenda, joven. Aquí se sabe todo muy rápidamente, y hasta se rumorea que van a ofrecerle una propiedad a pagar cómodamente para que se instale en Northville. Usted le ha caído muy bien a Vincent, y también a Conrad y a Bridgestone. Los ancianos tienen varias propiedades y quieren que se instale en La Villa. 

—Es un día con muchas sorpresas, Peter. Iré a mi habitación a descansar. No me siento bien. Tengo que estar en condiciones para el concierto y la cita con Amy. No se preocupe, cuidaré su automóvil y no me queda otra que agradecerle por todo. 

Llegué a mi habitación y me desplomé sobre la cama. Cerré los ojos y me quedé dormido rápidamente. 

Allí estaba yo, en la calle oblonga, otra vez oscura y misteriosa. Mis sueños me conducían cada noche al mismo sitio. Sólo sentí miedo y desolación. Comencé a pisar con firmeza la calle adoquinada. Había mucha humedad. Estaba lloviznando y hacía mucho frío. Creo que esa vez estaba con buen ánimo, decisión, curiosidad, y deseo de llegar al final de la calle. Sabía que no debía temer. Era consciente que cualquier tipo de sobresalto me haría despertar. El aire era denso. Había mucha niebla. La figura de un hombre emergió desde la penumbra. Lo reconocí rápidamente. Mi amigo Paul Wenever caminaba en medio de la calle siniestra. Sus pasos eran lentos. No advirtió mi presencia, y antes de que se perdiese de mi vista, llamé su atención: 

—¿Qué haces aquí, Paul Wenever? 

—Andrew Colter. Es una verdadera sorpresa verte, pero prefiero decir que al fin nos volvemos a ver. Has tomado demasiada distancia Andrew, o prefieres que te llame como lo hacen tus amigos de Northville. ¿Qué dices, John? 

—¿Qué es este lugar, Paul? Es la primera vez que puedo avanzar por esta calle. He estado en este sitio cientos de veces y nunca he podido mover mis pies. 

—Cuando eras un niño podías hacerlo, Andrew. Ya no te sienta bien el lugar y es por eso que te cuesta movilizarte. Recuerda que es aquí donde vivo y vives, Andrew. No puedes moverte porque tu pensamiento se mancha con la fuerza del miedo. La calle oscura es nuestra casa y representa nuestra vida miserable. ¿No lo recuerdas? Pero veo que el otro lado te queda muy cómodo, y más aún, cuando tienes el amor en tus ojos. Si estás aquí es porque algo malo sucederá. No debiste venir, Andrew. Tal vez, al final de todo, decidas mudarte de nuevo para hacerme compañía. Hay varias habitaciones disponibles. Solo bastará que elijas la más confortable ¿Qué piensas? Creo que elegirás este sitio y será más confortable que Zihuatanejo. Te lo aseguro. Además, no tendríamos que invertir dinero. Sería una estadía placentera y una inversión económica. 

—Realmente no entiendo lo que sucede, Paul. Estoy muy confundido. 

—¿Confundido, dices? 

—Así es, Paul. Estoy confundido. 

—Pues pienso que si no fueses mi amigo debería matarte. Tienes poca memoria, John. Yo te saqué de la miseria. Te di protección. Pusiste en riesgo mi vida y mi libertad en cada atraco de los últimos años; y solo dices que estás confundido. ¿En qué pensaste cuando decidiste invitar a esos idiotas a participar del robo? ¿Crees que no lo sabía? Sé sobre todo lo que haces o decides hacer. No lo olvides. ¿Pensaste que te podía fallar? ¿Crees que estoy demasiado viejo, Andrew Colter? 

—No tengo respuestas, Paul. Quiero decirte que lo lamento y prometo que no volveré a defraudarte. Has hecho demasiado por mí. 

Paul escuchó mis palabras y comenzó a silbar. Estaba convencido que no volvería a poner en riesgo su vida si no sintonizaba con el trabajo que nos habíamos propuesto hacer juntos. 

Paul se encaminó hacia una habitación iluminada, recostada sobre el lado izquierdo de la calle oblonga. Le seguí los pasos a corta distancia. 

Paul, dijo: 

—Ven, John. Te daré un ejemplo explícito de cómo debemos trabajar y hacer las cosas correctamente. ¡Atraviesa esa puerta conmigo, hazlo ya! 

Traspasamos juntos el pórtico de madera antigua. Reconocí rápidamente el sitio. Estábamos parados en el medio de la avenida principal de Northville, frente a la fachada del Robertwood. Paul ya no estaba a mi lado. Era como si me estuviese invitando a observar la manera correcta de trabajar, sin llegar a tener sorpresas desagradables, como terminar baleado o en prisión. 

Había solo un automóvil estacionado en el frente del hotel. Era de color azul metalizado, de cinco puertas. No pude reconocer la marca del vehículo. Minutos después, el pórtico de entrada del Robertwood se abrió despacio. Paul Wenever salió del lugar y se encaminó por la vereda hasta llegar al vehículo. Luego abrió la puerta trasera del lado del conductor y se introdujo dentro del auto. Pude ver a Paul desde la penumbra y me invitaba a que lo acompañara a hacer lo mismo. Tímidamente me acerqué al coche azul y me senté al lado del señor Wenever. Los hermanos Eric y Patrick Burton salieron del edificio y tomaron sus lugares en el coche estacionado. Estaba realmente sorprendido e hice un esfuerzo para no despertar del sueño. 

¿Qué es lo que Paul Wenever quería que yo viese? 

El auto se puso en marcha. Eric era el conductor y Patrick se encargó de poner música. En cuestión de minutos el vehículo ya había traspasado los límites de la ciudad. Paul estaba inmóvil y silbaba. Luego extrajo una gran hoja afilada del bolsillo interior de su saco. Yo me había recostado sobre el piso del automóvil para tratar de no ser visto por los hermanos. Paul comenzó a reír… 

—¡Ellos ya no pueden verte, John! ¡Ellos están muertos! Es hora de cumplir tus promesas, Andrew. ¡¡¡Asesina a los bastardos!!! Hazlo, maldita rata. ¡He matado por ti! ¡Toma el cuchillo y mátalos!... 

—¡¡¡No, Paul!!! No lo haré. 

—Mátalos o será el final, John. Echarás todo a perder. 

Le hice caso. No debía defraudar a Paul otra vez. Arrebaté la hoja afilada que su mano izquierda me ofrecía y corté rápidamente el cuello de Patrick. Enlacé, luego, el mango de la hoja con ambas manos y asesté varios puntazos en la espalda de Eric. La hoja afilada penetró profundamente y desgarró su espina dorsal. El vehículo descontrolado y a alta velocidad se incrustó rápidamente contra una arboleda frondosa y cubierta de nieve. Fue el final. 

Desperté luego. 

Mis manos estaban ensangrentadas. Mi cama estaba cubierta de sangre de los Burton. Respiré profundo, cerré mis ojos nuevamente, tensioné mi cuerpo, y volví a abrir otra vez mis ojos. Estaba de nuevo consciente y todo había vuelto a la normalidad. El sol se había ocultado y por dos horas estuve completamente adormecido. 

Aún era temprano para salir del Robertwood. No quería recordar el sueño, pues no me permitiría disfrutar mi encuentro con Amy Teleman. 

Mi cuerpo recibió los azotes de abundante agua fría. Estar de nuevo frente al espejo me dio algo de paz. 

—Buenas noches, John. Ha sido una terrible pesadilla. No debiste mover erróneamente las piezas de tu destino. Paul no debió estar aquí antes de lo programado. Te dije que Paul no es de mi agrado. Nunca permitirá que pueda ayudarte. 

—Déjame en paz. Quiero comenzar otra vida. He conocido a gente muy buena aquí, principalmente a Amy. Y ya no quiero esta vida de delincuente. 

—Ya no puedes evitar la ley de tu destino, Andrew. Paul ha matado a los Burton y no cesará de matar. No cesará de oscurecer tu vida. Ya no percibes qué es verdad o mentira en tu pasado, John. Paul está pensando en abandonarte. Le has traído muchos inconvenientes y te abandonará, pero antes te perjudicará demasiado. Él cree que la joven Amy evita que puedas pensar bien en lo que es más importante, y el dinero del banco es lo más importante, Andrew. 

—Cuida de mí, amigo. Disipa la niebla de mis pensamientos. 

—Puedo hacer poco, John. Paul no olvida los anteriores golpes. Él estuvo a punto de ser atrapado por tus indecisiones y malos pasos. Tú te crees invulnerable, Andrew Colter. Paul corre siempre el riesgo y está perdiendo la fe en ti. Pero ahora vístete, amigo. Debes lucir deslumbrante esta noche. Tus ojos están más brillantes. Tal vez puedas abandonar tus gafas en poco tiempo. La camisa nueva y la corbata te van muy bien. Ella se sorprenderá, Andrew. Y no te olvides de llevar la caja de dulces y las flores. 

—¡Oh, cierto... no lo olvidaré! 

—Antes de marcharte recuerda que debes pensar que hacer con Paul Wenever. Él vendrá otra vez. Maneja con cautela sus impulsos. 

—Lo haré. Le diré que posiblemente no vaya a participar en el robo al Banco de Northville. 

—Juegas con lava de volcán, John. Si así lo dices, así será. Ahora, lárgate de mi vista, Andrew Colter; y disfruta el concierto. 

Fue un gran desahogo haber tomado la decisión correcta. No pondría más en peligro la vida de mi amigo. Por la mañana del siguiente día, Paul vendría al Robertwood y hablaríamos. Yo quería que abandonara esa calle oscura, a la cual él le llamaba: nuestra casa. No quería una vida miserable para Paul y menos por mi culpa. 

Y ahí estaba Danny. Ya me había visto salir del cuarto. Creo que disfrutaba mi nueva apariencia de viernes por la noche. 

—Noto que has guardado el aroma de ese perfume que llevas para ocasiones especiales. ¿No es así, John? —preguntó con una sonrisa amplia. 

—¡Así es, Peter! Es una noche especial —dije con una sonrisa ancha, tratando de ahogar mi preocupación. 

—En planta baja, sobre la mesada, están las llaves del coche, Andrew. Acomodé el vehículo a tu gusto. Puse algunos CD´S que seguramente serán de tu agrado. Necesitas buena música para tratar de llenar algún posible vacío en la charla con Amy. Suele pasar a veces que cuando tienes a una bella dama muy cerca se terminan las palabras; y si eres poco hábil en ese momento, la música te ayudará a resolver la situación… 

—No se preocupe, Peter. No necesitaré música. Estaré demasiado ocupado en sus brazos. Respete mi jactancia. 

—¡Oh…! Ya no me sorprende, John. Tiene usted elevada autoestima. Antes de retirarse le diré que tiene un nuevo mensaje. 

—¿De Paul?­ —pregunté con cierto temor a ser abatido por una respuesta afirmativa de Peter. 

—¡Oh!, no. El señor Vincent desea hablar con usted por la mañana. Va a proponerle formalmente vivir en Northville, y le ofrecerá un puesto de responsabilidad en su tienda. Él piensa que ya está viejo, y sus primos Conrad y Bridgestone también desean retirarse. Creen que usted tiene capacidades para ocuparse del negocio, y quien sabe, tal vez, sea el futuro administrador. Yo estoy muy contento de que usted esté aquí, y lo estaré aún más cuando se instale definitivamente en la ciudad. 

—Pues, mañana estaré aquí, Peter. Me gusta la propuesta. Me da mucha satisfacción. 

—Pues entonces ¡Lárgate de aquí, Andrew! Baila una bella canción con Amy y hazme caso como si fuese tu padre: conduce despacio, porque los hermanos Burton no han tenido mucha fortuna. 

—¿Habla de los hermanos que residen en el segundo piso? —le pregunté con suma curiosidad. 

—Así es. Su auto se salió de la carretera. Fue hallado en la mañana de hoy. Estaba cubierto de nieve. Al parecer estaban embriagados, riñeron muy duro y se apuñalaron el uno al otro. 

—Mala fortuna para ellos, señor Robertwood. Ahora debo marcharme. 

—¡Oh!, ¡disculpa las cosas que digo en momentos tan inoportunos! ¡Ve, hijo! ¡Lárgate ya! Llegarás tarde a la cita. Las bellas flores y los ricos dulces que llevas serán todo un éxito. 

¡Maldición! —murmuré después de despedirme de Peter con un fuerte abrazo de agradecimiento—. «No había sido un sueño», pensaba. Temí que las pesadillas que había tenido hayan sido pensamientos o imágenes creadas por otros en el mundo onírico. 

La mente es compleja. Vaya sí que lo es. Yo no había asesinado a los Burton. Estaba seguro que Paul tenía la respuesta. Paul había matado a los hermanos. Tal vez el sueño me quiso revelar algo que Paul me diría pronto. Analizaría luego esa posibilidad, pues nunca había confiado en la lectura de mis pesadillas. 

Tal vez mi suerte cambiaría para comenzar a comprender esa especie de mensajes explícitos. La ciudad me hacía bien, su gente me hacía sentir bien. Pensaba que mi mente se iluminaría y acabaría con el peso de caminar siempre sobre terreno arenoso. Deseaba una vida nueva. Pisando suelo firme y teniendo mi propia familia. 

Salí otra vez a la calle. Me sentí importante. Alguien esperaba por mí. “Todo saldrá bien”, pensé. El auto de Peter era realmente fantástico. Nunca supe de marcas de automóviles. Todos en la ciudad tenían amplia experiencia en marcas de vehículos, modelos, y los nuevos proyectos de la planta automotriz. Sólo sabía que el coche me gustaba y era muy bello. 

Había gran movimiento en las calles. Era noche de viernes y de conciertos. En unos minutos llegaría al lugar. Debía recoger a Amy y pasaría rápido por su casa. Tal vez no se había marchado aún. Sería una verdadera sorpresa aparecer con el auto del viejo. 

Paul siempre me dijo que no escuchaba cuando me daba consejos. Paul odiaba mi impulsividad. Salir de la avenida principal había sido un error. No conocía las adyacencias de Northville. Estaba perdido. No pude identificar la casa de los Teleman. Tendría que regresar antes de que Amy pensara que había fallado a la cita. 

Una patrulla me seguía. No podía ser. Seguramente me demoraría unos minutos más. Una voz conocida ordenó que detenga mi marcha. Así lo hice. ¡Maldición! Es el obeso de Al —vociferé con mucha ira—. No debí optar por buscar a Amy, pero ya era demasiado tarde para lamentos. Esperaba que el oficial no hiciera demasiadas preguntas. Lo acompañaba otro agente que era más alto y más elegante. 

—Buenas noches, Al. Es bueno verte porque estoy perdido. Quise recoger a Amy Teleman y no he podido hallar su casa —rompí el silencio con palabras poco convincentes—. Fue una oración débil con cierto miedo en su estructura y esperé cabizbajo la respuesta del obeso. 

—Baja del coche, John —dijo Al seriamente. 

—¿Qué pasa, Al? —le pregunté preocupado y con más temor. 

—No me llames Al, imbécil. ¿Qué haces con el coche de Peter Robertwood? ¡Contesta! —repuso amenazante. 

—No es de preocuparse, Al. Peter me lo ha prestado para dar un paseo con Amy —le contesté firme y en voz baja. 

—¡Dije que no me llames Al! Voltéate. Debo revisarte —ordenó a empellones, tironeando de mi campera nueva hasta que se soltaron varias puntadas de la tela ordinaria y barata. 

—No porto armas, oficial —le dije—. Le pido por favor que me deje marchar. Llegaré tarde a la cita —acoté a modo de súplica. 

—El obeso Al estaba ebrio. El grandullón que lo acompañaba bebía una cerveza tras otra mientras revisaba el auto de Peter y deglutía los dulces de la caja. Arrojó después las flores a un charco de barro putrefacto. Presentí que algo malo ocurriría. 

—Muéstreme la licencia de conducir, señor… ¡John Lennon! —dijo Al burlándose. 

El oficial que lo acompañaba se echó a reír mientras su boca entreabierta escupía bocanadas de saliva y chocolate. 

—No llevo licencia, oficial. No tengo coche propio. Prometo que la tendré muy pronto. He decidido instalarme en Northville y… 

…Y no dije nada más. El obeso no permitió que terminara de hablar. Hacía tiempo que no recibía un golpe tan acertado. Mis lentes y mi mandíbula crujieron como rama seca. Luego hubo otros golpes. Después quedé inconsciente, recostado sobre un charco de barro. Estaba otra vez en la calle oscura… 

…La calle oblonga otra vez. Nevaba mucho y el suelo no era adoquinado. Había demasiado lodo y gran cantidad de charcos. Ocupaba uno de ellos. Mi camisa y mi campera nueva estaban íntegramente bañadas en lodo nauseabundo y olía a mierda de cerdo. Evité pisar los charcos para no embarrar más mis zapatos. Había una gran fiesta en la habitación iluminada. Me acerqué hacia la ventana y miré a través de ella. Era un grupo numeroso de personas. Reconocí a varios de ellos. Lentamente abrí la puerta de entrada e ingresé al lugar. Nadie advirtió mi presencia. Nadie podía diferenciar con sus narices el perfume del ambiente del de cagarria de puerco impregnado en mi mejor vestimenta. Antes de darme cuenta de ello, sonreí a todo aquel que pasó a mi lado y lo hice como un estúpido candidato a alcalde de una ciudad. Luego regresé hacia la puerta de entrada. Nada me sedujo para permanecer dentro de la habitación. Antes de decidir marcharme del sitio miré por la ventana y la calle oblonga estaba iluminada. Mucha gente se acercaba e ingresaba a la fiesta. Un automóvil antiguo como el de Peter, estacionó rápido y con algunos ronroneos del motor. Era la señora Teleman al volante. 

Amy llegaba a la fiesta y estaba realmente hermosa. Lucía un vestido rojo y algunas flores que adornaban sus cabellos negros. Era todo muy confuso para mí. 

¿Había llegado a tiempo a la cita y Al me había dejado marchar? 

Por momentos sabía que era solo un sueño; por momentos era todo muy real. Al abrir la puerta me acerqué a Amy y me di cuenta que ella no advirtió mi presencia. 

¿Qué estaba sucediendo? 

Quise despertar y no pude hacerlo. La música invadía el lugar. La gente comenzaba a beber y a bailar. Antes de que Amy Teleman decidiera ingresar a la fiesta, la patrulla de Al estacionó cerca. El obeso llamó a Amy y ésta respondió rápido y con asombro al llamado del policía. Pude ver al acompañante observar a Amy como lo hace un niño a punto de recibir un dulce o una docena de globos multicolores. 

—¿Qué sucede Al? —preguntó Amy. 

—Buenas noches, señorita Amy. Tiene que acompañarme. Algo malo le ha ocurrido al joven John. Está inconsciente y demasiado golpeado. Solo dijo unas palabras. 

—Llévame allí, Al, debo verlo. Por favor, pon en marcha la patrulla. 

Intenté que Amy Teleman no suba al móvil de la policía. No pude hacerlo. Nadie podía verme ni oírme. Mil veces quise despertar hasta que logré hacerlo. Y desperté en el sitio donde Al y su ayudante me habían propinado la golpiza. Me estaba ahogando en el charco de lodo y no podía mover el cuerpo, pero logré que el barro no me impida respirar. Estaba muy oscuro. El coche de Peter estaba con las luces apagadas. Luego, al intentar ponerme de pie, caí nuevamente en el charco. Había sangre que se mezclaba con lodo. Pensé que era mi sangre, pero me equivoqué como lo he hecho toda mi vida. Había un cuerpo a pocos pasos de donde me encontraba. Sin mis lentes era una escena difusa y comencé a llorar. Lloraba sin poder mover un solo músculo de mi humanidad golpeada. El cuerpo era el de Amy. Ella estaba muerta. Su vestido rojo estaba rasgado y manchado con sangre y enredado con la podredumbre del terreno para criar cerdos. Yo estaba como muerto en vida. No deseaba vivir al ver a Amy destrozada. No pude hacer otra cosa que volver a quedar inconsciente mirando fijamente la cruel escena. 

La calle oblonga me cobijaba otra vez. Estaba recostado sobre el mismo suelo frío y lleno de charcos. Era todo tan oscuro, pero esta vez emergía una calma desde la penumbra y extendía sus brazos tibios y reparadores. Paul Wenever me llevaba en sus brazos hacia una enorme habitación. Al atravesar la puerta sentí una sensación de paz interior y no deseaba despertar, pero supe, y acepté la realidad, que siempre tendría que hacerlo. 

Desperté tendido en la cama de mi pequeña casa en Wasatch Front. Mi cuarto estaba como lo había dejado esa mañana del año 2005, cuando huí de la ciudad. El señor Paul Wenever abrió la puerta de la habitación y se acercó a mi cómodo lugar de descanso. 

—¿Cómo te sientes, John? —preguntó preocupado—. Has recibido una dura golpiza. Aunque pienso que quisieron acabar con tu vida. Tienes suerte, amigo —manifestó con una leve sonrisa—, desplazándose hacia la ventana para correr las cortinas. 

—¿Dónde estabas, Paul? Te necesité en ese momento. Ellos mataron a Amy. Si hubieses llegado antes eso no hubiera pasado. ¿Por qué? ¿Por qué la asesinaron? ¿Por qué no estabas ahí? 

—No quiero ni puedo estar presente en todas las situaciones de tu vida, John. Tú decidiste que así fuera. Te has alejado de mí y es tiempo de que empieces a andar solo. Estoy viejo para seguir cuidando de tus pasos. Últimamente me has hecho saber que no necesitas mi apoyo. Ya no tengo deseo de participar en el golpe. No quiero terminar mi vida miserablemente. Haces bien en decidir tener una vida honesta. Yo venderé este sitio apestoso. No me será tan fácil cambiar de vida. La calle oblonga ya no me sienta bien, y si me invitas, podríamos ir de una vez por todas a Zihuatanejo ¿Qué piensas? 

—No sé en qué debo pensar, Paul. No quiero dormir otra vez y despertar en la calle oscura. 

—Estás en la calle oscura, Andrew. Siempre estás en ella. Estás ahora en una de sus confortables habitaciones. Siempre dijiste que era bueno volver a casa. 

—Pensé que me habías llevado a casa, Paul. Puede que antes de ir a México pase por allí a… 

—…A nada, John. Ya no tienes nada que hacer en Wasatch Front, puesto que nuestro destino corre a pasos agigantados. 

—¿No he matado a Amy, Paul? Dime que no lo he hecho. Ha sido todo muy confuso. Quiero olvidar, Paul. 

—No lo has hecho; y yo tampoco he tenido que ver con el asesinato de la joven. Tranquilízate, John. Recuerda que no asesinamos a las buenas personas. 

—Supuse que estabas enojado, Paul. He tomado decisiones incorrectas. Te diste cuenta que iba a echarlo todo a perder. 

—Dime, Paul. ¿He matado a los hermanos Burton, verdad? 

—No. Yo los he matado. Quería que lo supieses. Tuve la necesidad de mostrarte que aún podía y tengo la fuerza necesaria para librarnos de un aprieto. Ahora debes descansar y recuperarte. Hay algo que quiero que veas, Andrew. El día está terminando. Duerme y descansa. Por la mañana daremos un paseo. 

Fue la primera vez que me sentí en paz en la calle oblonga. No quise despertar. Fue un maravilloso sueño y recorrí cada rincón de mi casa. Allí estaba mi madre Isabela, embarazada, y su inseparable amor por la cocina. Mi padre sonreía. Ahí estaba yo, acompañando cada movimiento de mis padres. Era consciente que no podían verme ni oírme. Ya estaba acostumbrado a ello. Escuchaba sus conversaciones. Luego regresé a mi cuarto y allí estaba yo de pequeño, tendido en la cama con enorme pereza y despertando, listo para devorar los cereales y beber mi tazón de leche diario. Me dio gusto volver a ver a ese niño inocente que fui, verme saltar de mi cama y correr apresurado en busca de mis juguetes. La habitación de June estaba en penumbras. El cuarto estaba poco iluminado y había una enorme cantidad de muñecos de trapo cerca de un catre de madera lustrada, forrado con mantas muy coloridas. La habitación comenzó a entristecerme, hasta que Paul Wenever, irrumpió en ella. 

—Ven John. Es tiempo de recordar. De ver la realidad. 

No hice preguntas y seguí a Paul Wenever. Nos alejamos de la casa y comenzamos a caminar por la zona de descanso de una carretera solitaria. Era un hermoso día iluminado por el sol. Paul estaba en silencio. Sólo caminábamos. Éramos dos hombres caminando en silencio por el borde de una carretera desierta. 

Un vehículo a mediana velocidad se aproximaba detrás de nosotros y nos sobrepasó rápidamente. Otro de mayor porte lo hacía en dirección opuesta. Paul caminaba cabizbajo. Puse mi atención en los dos vehículos. El camión de transporte se desvió de su carril y su carrocería invadió la senda del pequeño coche. El automóvil no pudo evitar el choque y el pequeño vehículo fue literalmente pisoteado por el pesado transporte. Paul se detuvo y tenía lágrimas en los ojos. 

—Ya no es necesario avanzar, John. Allí adelante está mí familia, despedazada por la imprudencia de un conductor ebrio. Era tiempo de mostrarte mi verdadero pasado. Pero ahora es tiempo de despertar. 

Desperté sentado en un cómodo sillón de dos cuerpos de la pequeña sala. Paul estaba a mi lado esperando a que abriera mis ojos. 

—Buen día, John. Ya estás recuperado de tus golpes. Has estado tres días en tu confortable cama descansando —dijo Paul con buen ánimo. 

—Buen día, Paul —saludé con desgano—. No tengo fuerzas para seguir, amigo. Es todo muy penoso y triste. ¿Cómo pudiste engañarte en estos años, creyendo que tus padres aún podrían estar con vida? Inventando una vida que podría haber sido —pregunté con incertidumbre. 

—Fue un fuerte deseo que mi mente sujetó a mi cerebro con fuerza. Desde que mis padres no regresaron, nunca me alejé de ellos. Fue un deseo hermoso de ver a mi padre con empleo, a mí hermana June crecer, desarrollarse e ir al colegio. Estaba ahí, sumergido en ese proyecto irreal de vida; cuidando de ellos, estudiando y proyectando una carrera exitosa. Ese día papá se iba a entrevistar con el señor Geller. Alan estaba ansioso por comenzar a trabajar. Había quedado sin empleo y a su edad era difícil conseguir un trabajo estable para poder pagar la hipoteca. Mamá decía que June era una bendición y que nuestra suerte cambiaría. Los esperé, Andrew. Toda la maldita mañana los esperé y mi familia nunca regresó a casa. Luego corrí por las calles y seguí corriendo. Nunca pude parar de huir. Estuve toda mi vida corriendo por las calles, Andrew. 

—Serénate, Paul. Ambos perdimos a nuestros padres. No pudimos hacer nada para evitar nuestro destino desgraciado. 

—Andrew… debes prepararte para salir allá afuera. Cuando atravieses esa puerta no iré contigo. No esta vez. Estarás solo. Esperaré tu regreso en el sitio que desees estar para cuando todo termine. Recuerda mis palabras, Andrew. Todo será real y será más insostenible que tus primeras visitas a la calle oblonga. 

Atravesé la puerta. Desperté otra vez sumergido en el charco de fango. Al y su ayudante me habían golpeado en todo el cuerpo. No encontraba mis gafas. No podía ver muy bien y la penumbra dificultaba mucho más mi visión. Puse todo mi esfuerzo y pude levantarme. Caminé algunos pasos hasta llegar al lado de Amy. Me arrodillé ante la cruel escena. Nunca había sentido semejante impotencia. Arrastré su cuerpo fuera del lodo apestoso y lo cubrí con ramas secas. No quería que la señora Teleman viera a su hija sumergida en un charco. Pude poner en marcha el auto de Peter y me alejé del lugar. Estaba por amanecer y no tardarían en encontrar a Amy. Tomé la carretera estatal y a velocidad moderada me alejé de la ciudad. 

Llegué rápido a Detroit. Intentaría conectarme con mi amigo Paul Wenever. Él había develado parte de su pasado, pero necesitaba un poco más de él. Sería un último favor. 

La mañana del sábado llegó cansina y los diarios del atardecer adelantaban el hallazgo del cuerpo sin vida de una joven en los suburbios de Northville. La policía estaba buscando al sospechoso del asesinato: un joven de unos treinta años con parecido físico a John Lennon. 

Ahí estaba yo, en primera plana de las noticias. No podía caminar muy bien. Mis pasos los daba con cierta dificultad y mi nariz sangraba de a ratos. Abandoné el coche de Peter en un estacionamiento y luego me mezclé entre la gente, tratando de no llamar demasiado la atención. El obeso asesino tuvo razón en algo: 

No me parecía en nada a John Lennon sin mis gafas. 

En pocas horas me acostumbré a focalizar haciendo el mayor de los esfuerzos. Hice mi llamado para encontrar a Paul. Tal vez, él, dijo la verdad. Paul no me ayudaría esta vez. Estaba completamente solo. No podía pensar y estaba nervioso, decidí volver a Northville. Tomé el primer autobús. Tenía algunos billetes en mi bolsillo y mi ropa aún despedía olor a cerdo. 

Llegué a la ciudad pasada la medianoche. Intentaría llegar al Robertwood e iría en busca de mi maleta negra. Allí tenía algunas herramientas de trabajo y un par de gafas de repuesto. 

Poca gente caminaba por las calles. Los negocios estaban cerrados y llegué hasta la puerta de entrada del hotel. A través del vidrio pude ver a Peter. El viejo estaba despierto. Di varios golpes en el pórtico. Peter no me reconoció en el estado en que me encontraba, y mucho menos sin gafas y con un gorro de lana cubriendo mi cabeza. 

—¡Abre la puerta, Peter! Soy John. ¡Abre, por favor! —le grité desesperadamente y decidido a derribar la puerta si Peter ignoraba mi súplica. 

—¿Qué haces aquí, pequeño demonio? —preguntó Robertwood, asombrado por mi presencia—. La policía te busca por todo el estado. Han venido aquí y tu habitación está bajo custodia. Aunque no te preocupes. Saqué tus pertenencias antes de que ellos llegaran. Sé que tú no lo hiciste —dijo Danny—. Sus palabras trajeron algo de alivio a mi alma golpeada. 

—Fue Al, Peter —le dije con vehemencia—. El gordo y su compañero mataron a Amy. Antes me propinaron una golpiza. Luego desperté y el cuerpo de Amy estaba a mi lado. Ella no respiraba, Peter. Amy estaba muerta —le conté al viejo la verdad de los hechos. 

—Entra ya, Andrew —ordenó Danny—. Ve a mi casa. No hagas demasiado ruido. Hay un oficial custodiando en el tercer piso y otro en el segundo. He estado viendo ratas uniformadas todo el día. Entraban y salían del edificio sin parar. Creo que en horas de la mañana, mi hotel se asemejará a un Shopping de las grandes ciudades. Han estado revisando la habitación de los Burton. Si no hubiesen hallado a los hermanos un par de días antes del crimen de Amy, y no hubieran encontrado tus gafas en el charco de lodo junto al cuerpo de la joven, serían los Burton los principales sospechosos del asesinato. La ciudad tiene su día de luto, John. No ha habido nadie en las calles y los Teleman están destruidos. La ciudad entera apoya a la familia. Amy era su única hija. 

—Mataré a esos asesinos, Peter. Lo haré. Vengaré la muerte de Amy. Ya lo verás. Será un espectáculo maravilloso que le daré a la ciudad —le dije con tremenda bronca que tiñó mi semblante de rojo ira. 

—Enciérrate en mi cuarto, John. Allí te quedarás. Yo dormiré en otra dependencia. Si alguien golpea tu puerta, no abras. Te informaré acerca de lo que va aconteciendo. No quiero preguntarte dónde ha quedado mi coche. Seguramente lo has abandonado. Cualquiera lo haría. No te culpo de nada. 

—Tengo una pequeña casa en Utah, Peter. Ya no la necesito. El lunes haré un llamado y arreglaremos la papelería. El lunes no salgas de aquí, Peter. Hazme caso. La casa será tuya, Danny —le dije al viejo—, pensando que era lo mínimo que podía hacer por su confianza, hospitalidad y por haberse arriesgado a proteger a un perfecto desconocido de identidad dudosa. 

—¡Calla, Andrew, enciérrate ya y descansa! No quiero que salgas de la habitación —dijo Peter con voz imperativa. 

—Gracias, Peter; y vuelvo a repetir que el lunes será nuestra despedida. Tengo que ultimar detalles para hacer lo que tendría que haber hecho en un principio. El lunes sabrá a que he venido a Northville, señor Robertwood —le dije—, sabiendo que esas palabras desencadenadas no las entendería por el momento, porque solo yo conocía su esencia. 

Tal vez nadie pueda dormir en momentos de tanta tensión e incertidumbre. Pero mi sueño fue realmente placentero. No soñé con la calle oblonga, ni tampoco con mi espejo sermoneando, ni con mi amigo Paul diciendo que me abandonaba. Soñé que eliminaba a esos imbéciles asesinos y que ponía sus sesos en una formidable barbacoa. 



El lunes estaba llegando. Horas antes del amanecer tomé mi maleta negra y la abrí despacio. Mi material de trabajo estaba intacto. El señor Peter había sido un ser honesto y un excelente amigo. 

El agua del grifo estaba tibia. Lavé bien mi rostro con bastante jabón. Sequé luego mi cara. Tenía que estar bien seca para iniciar mi labor, y sabía que podía llegar a ser la última vez que estuviera frente a un espejo. 

—Buenos días, Andrew. Falta poco tiempo para que amanezca. Es bueno verte de nuevo y sin las gafas. 

—Han pasado cosas desagradables. No tengo muchas ganas de hablar. Deja que corte mis cabellos. Debo raparme y llevará algo de tiempo. 

—Mientras lo haces, podemos charlar. Puede que logre darte algunas indicaciones. 

—Puedes hacer lo que desees. Solo te pido que no molestes. Será un trabajo difícil. 

—No debiste desviar tu camino, John. Los policías estaban ebrios. Te golpearon y luego fueron por Amy. Hicieron lo mismo con la joven. Antes de matarla la violaron varias veces, John. Luego colocaron su cuerpo roto junto al tuyo. Fue todo muy sencillo para ellos. Debes matarlos. Mata a los asesinos. 

—Lo haré. No te preocupes. Ya me recuerdas a Paul. No eres el mismo espejo que me aconseja siempre. 

—Paul vendrá, John. ¿Crees que tu amigo te abandonará? 

—No lo sé. Déjame en paz. Puedo hacerlo solo. 

—Necesitas su experiencia. Te será difícil sin él. 

—Calla. Dime como me ves. Habla. 

—Perfecto, John. Coloca tus lentes de contacto. 

—No te preocupes por mis lentes. Espera solo un momento. 

—Perfecto, Andrew. Termina tu trabajo y te daré la bienvenida. 

—Sabes. Estaba pensando… ¿Cómo hacer para tener a ese par de ratas cerca? Creo que será un buen plan. 

—Tus arrugas lucen bien, John. Sigue, sigue. Admiro realmente tu trabajo. No me des detalles de cómo vas a hacerlo. Trae la buena noticia cuando lo hayas hecho. 

—¿Crees que mi nariz está perfecta o debo aplicar algo más de silicona? Dime. 

—Déjame ver. Así está bien, Andrew. Tu trabajo ha finalizado…¡¡¡Buenos días, señor Paul Wenever!!! Es un placer volver a verlo. Sabía que no dejaría solo a John. 

—Buenos días, idiota. Pensé demasiado y decidí no abandonar al niño tonto de John. Haré el trabajo y a mi manera. 

Había terminado la obra maestra. Paul Wenever había llegado a la ciudad y el Banco de Northville nos esperaba. 



Faltaban pocos minutos para las 9:00 am. El banco se preparaba para abrir sus puertas. El señor Wenever ya había investigado con anterioridad el movimiento del personal y la vigilancia del mismo. Paul tendría que ser rápido y efectivo, teniendo en cuenta que la ciudad colapsaba de policías que buscaban a Andrew Colter. 

—¿Crees que todo saldrá bien, Paul? —pregunté preocupado. 

—Quiero pedirte solo una cosa, John. Cierra la boca. No digas una sola palabra. Deja todo en mis manos —ordenó Paul Wenever en forma tajante. 

Así lo hice, aceptando su consejo. 



El señor Wenever se acercó despacio al encargado de la tesorería. El joven responsable del sector reconoció inmediatamente a Paul. 

—¡Señor Paul Wenever!, ¡bienvenido! ¿Cómo está todo en Detroit? 

—Señor Phil Wilson. Es un placer volver a verlo. Detroit está cada día más maravillosa. Debo decirle que me sorprende que haya recordado mi nombre. Cualquier persona puede recordar más fácil mi rostro que mi nombre, ¿no cree? 

—Disfruto de su sentido del humor, señor Paul. Recuerde siempre que a Cyrano de Bergerac le conocían más por su nariz que por su talento para escribir o para blandir una espada. 

—Así es, Phil. Excelente manera de hacerme saber que mi nariz es un poco grande. Phil…escuche, no quiero quitarle más tiempo. Vine a retirar el contenido de mi caja de seguridad y a hacer algunos movimientos de dinero. Luego robaré el banco. 

—Ajajá, señor Wenever. Su humor es una inyección de energía. Le traeré la llave y lo acompañaré al sector de las bóvedas. 

—Se lo agradezco, Phil. No será necesario que me acompañe. Conozco el sitio. 

Paul abrió con cuidado la cajuela de seguridad. Extrajo mis dos pistolas Beretta 92 de 9mm y una granada de humo. Las acomodó en los bolsillos externos de su sobretodo oscuro y se encaminó nuevamente hasta el hall central del banco. Se acercó luego hasta donde estaba Phil. 

—Disculpa, Phil. Antes de retirarme quisiera depositar algún dinero de mi cuenta para tres personas. ¿Podría hacerlo? 

—¡Claro, Paul! Deme el nombre de esas personas y su número de cuenta. Será un trámite sencillo y rápido. 

—Peter Robertwood es la primera persona. Es cliente de este banco. Hoy no vendrá a retirar su dinero. Deposite en su cuenta unos ciento cincuenta mil. Creo que será suficiente. Las dos personas restantes son Nicole Kidman y Danny De Vito. 

—Disculpe Paul. ¿Es una broma? 

—No lo es, Phil. Danny y Nicole se merecen ese dinero. 

—Será un poco más engorroso ese trámite. Habrá muchas preguntas. Querrán saber el motivo. ¿Habla usted de la actriz y el actor de cine? 

—Así es. Deposite el noventa y cinco por ciento del resto del dinero de mi cuenta en partes iguales. Si le piden un motivo, dígales que se debe a que he disfrutado mucho de sus películas. 

—¿Ha visto usted la película: Las horas? Ha sido una labor bellísima de Nicole. Observe su nariz. Se parece a la mía. Debe verla, Phil 

—Lo haré señor. ¿Qué hará con el cinco por ciento que resta? ¿Hay una última cuenta dónde depositarlo? 

—¡Oh!, sí, claro que la hay. La suya, Phil. Ese cinco por ciento es suyo. Hágalo rápido, Phil. 

—¿Por qué ha de dejarme ese dinero, Paul? Ni siquiera me conoce lo suficiente. 

—Ese cinco por ciento es gasto de inteligencia, Phil. Usted tomará ese dinero, pues nadie revisará su cuenta bancaria. Le será útil para darle un mejor futuro a su esposa Erica y a sus pequeños ¿Cómo está su familia, Phil? 

—Me asusta, Paul ¿Cómo sabe tanto de mí? 

—Ha sido mi trabajo por muchos años, Phil. Ayudaré a John a cumplir su deseo y después le abandonaré. Es tiempo de que Andrew pueda encontrarse a sí mismo. 

—No entiendo lo que dice, Paul. ¿Quién es John? ¿Quién es Andrew? 

—No importa eso, Phil. Lo que importa es que les dirás a los guardias de seguridad que bajen sus armas. Estoy armado, Phil; y no quiero matar a ningún inocente. Haz tu trabajo. El dinero que te dejo es el equivalente a un par de años de paga. Igualmente si no aceptas y me traes problemas, serás el primero al que le meta las quince balas de una de mis pistolas. ¿Entiendes? 

—Sí, Paul. ¿Es un asalto? 

—No idiota. No vine por dinero esta vez. He cambiado de planes. Vengo para ser libre. Seré libre y John será libre. Zihuatanejo nos espera. ¡Maldición! Este frío está haciendo que se afloje mi nariz. 

Paul estaba manejando la situación con profesionalismo y sin temor. Estaba decidido a llevar a buen puerto su estrategia para atraer a los dos policías criminales. 

Los guardias novatos, muy jóvenes ellos, entregaron sus armas sin ofrecer resistencia. Acataron la orden del tesorero que les dijo que todo pasaría rápido y que no era un robo al banco. Para que entendiesen, Phil les dijo que era una protesta un poco violenta en contra del sistema de leyes. 

Había unos pocos clientes en el banco. Eran las diez y treinta de la mañana cuando la calle se empezó a saturar de patrullas y móviles de televisión que rodeaban la entidad bancaria. Allí, estaba Paul. Allí, estaba yo, Andrew Colter, detrás de ese disfraz. Empuñando mis pistolas. Firme y amenazante. Paul comenzó a gritar: 

—¡Northville! ¡Acercaos a la escena! No le haré daño a nadie. ¡Quiero protestar contra el abuso de autoridad policial y por una mejora en la aplicación de las leyes! ¡Exijo condena a los ebrios que conducen y asesinan personas! ¡Mis padres fueron despedazados por uno de ellos! ¡Quiero pedir condena para aquellos que arrebatan la vida de inocentes! ¡Mis amigos fueron asesinados! ¡Voy a entregarme sin disparar! ¡El oficial Al Waters y el oficial Bob Tyler que se presenten ante mí! ¡Entregaré mis armas al héroe de la ciudad! 

Allí cerca, en medio de las luces policiales titilantes, estaban los dos oficiales haciendo preguntas a unos pocos de los cientos de curiosos que se sumaban a la escena. Al se acercó a Bob. Pude ver ese momento a la distancia. Comencé a temblar, porque estaba cerca de los asesinos de Amy. 

Al y Bob. El grandullón y el obeso se acercaron después de unos minutos a la puerta principal del banco. Paul los apuntaba con las Beretta. Confiaba en Paul y sabía que haría bien el trabajo. Los oficiales, quizá, confiaban en el hombre; y pensaban que sólo era un loco activista con ganas de pasar unos días en prisión. 

Al miró fijamente a Paul y dijo: 

—Oye payaso. Tu nariz se está despegando de tu cara. No nos hagas perder el tiempo. Hay un asesino suelto que debemos apresar y tú estás haciéndonos reír. ¡Vaya amenaza con dos pistolas de juguete! Tira las armas y entrégate, viejo. Esto no es una fiesta de disfraces. 

Al escuchar al oficial, todo cambió. Decidí en pocos segundos no involucrar a Paul y terminar lo que había planeado con mis propias manos. Solo por ese momento no obedecí a Paul. Tuve la necesidad de que todos supieran quien era yo realmente y grité fuerte: 

—¡Habitantes de Northville! ¡Soy el cabo Andrew Colter de la 1º división de infantería de Marines del ejército de los Estados Unidos! ¡Acuso a estos hombres del asesinato de Amy Teleman y es hora de que paguen! 

No dejé que Paul dispare esas armas. Yo, Andrew Colter, disparé a quemarropa el cargador completo de mis dos pistolas sobre los cuerpos de Al Rights Waters y Bob Tyler. 

Esperé, luego, la represalia policial. Esperé esos disparos que nos dieran la libertad. Faltaba poco para nuestra libertad, pero no ocurrió así. Todos enmudecieron ante la escena y la policía se me echó encima. Pero estaba contento. Amy había sido vengada. 

Eso fue todo… 

Luego desperté en mi nuevo cuarto. Sentí mucho frío. Fue como dar un paseo por Alaska completamente desnudo. Nunca pude conocer Alaska, pero creo que no me hubiese gustado estar en ese sitio, pues siempre odié el frío. 

Estaba recostado sobre una cama incómoda y angosta, hinqué mis pies en el piso y la escena que tuve delante de mí ese día fue más dura que haber transitado por la oscura calle oblonga o por esta parte del mundo. No hubo diferencia alguna. No pude controlar mi destino final. Lo cierto es que solo vi barrotes. Eran los gruesos barrotes de acero de mi celda. 

Recordé en aquel momento las palabras de Paul. Verdaderamente lo que viví de ahí en más fue insostenible… 





Mucho tiempo ha pasado. Han sido alrededor de diecisiete años. Pocas cosas han cambiado allí afuera. Es el año 2028 y ya tengo casi cuarenta y seis años. Festejaré mis cuarenta y seis en el infierno. 

Ya no hay pena de muerte en Estados Unidos; pero afortunadamente para mí, y para el resto, seremos los últimos a los que fotografíen amarrados a una camilla esperando la inyección letal. En todo este tiempo arriesgaré a decir quién fui y quién soy realmente. Tengo poco papel, y mi lápiz ya no tiene punta. Creo que ya lo he dicho. Estoy llegando al final y sabrán lo que siento. He analizado cada manuscrito y evitaré decir algunas cosas, pues todavía tengo el derecho de permanecer callado. 

Soy Paul Richard Wenever. Nací en una de las habitaciones del mundo de la calle oblonga. Tuve una vida simple y normal y excelentes padres. Toda mi existencia se derrumbó, cuando el vehículo en el cual viajaban ellos por una ruta solitaria, fue embestido por un camión de gran porte. 

No permitieron que vea los cadáveres de mis padres. Estaban destrozados. Les llevó demasiado tiempo juntar los pedazos de carne y vísceras de sus cuerpos rotos y esparcidos por la carretera. Mi madre estaba embarazada. 

Mientras pasaba el tiempo caminando errante por la calle, y sin saber adonde ir, pensaba en la maldita ley del destino. Nunca pude hallar un por qué. 

El día que murieron mis padres, la mañana estaba iluminada. El sol calentaba como de costumbre en un verano que había llegado puntual. No había tránsito en la carretera. Solo dos vehículos por la ruta con suficiente espacio para no molestarse entre sí. Pero el chofer del camión estaba alcoholizado. Podría haberse desviado de su carril varias millas antes del paso del automóvil de mi familia; pero no fue así. El pequeño vehículo familiar intento esquivar la estocada del pesado chasis, pero todo fue en vano. 

Tenía cinco años cuando me quedé solo en este mundo (el mundo de la calle oblonga). La señora Mary Thorne, mi vecina solterona, se hizo cargo de mí. Ella y su hermana Emily me cuidaron por un tiempo. Eran muy ancianas y alguien tenía que cuidar de ellas como ellas lo hicieron conmigo. Así lo hice. Cuidé de las gemelas Mary y Emily hasta que las vi morir en un hospital. Luego vagué por las calles. No tenía adonde ir. No tenía parientes ni amigos. La calle oblonga pasó a ser mi hogar. 

La fuerza de mi pensamiento fue la causa de poder descubrir una realidad alterna al mundo de soledad de la calle oblonga. Desperté un mañana acostado en una cama cómoda. Estaba dentro de un cuarto bien iluminado y pintado de color verde limón. Había varias repisas colmadas de juguetes. Más allá, jerarquizando el cuarto, había un gran ventanal de dos hojas y un par de cortinas azules que acariciaban el cristal que comenzaba a desempañarse por la intensidad de los rayos del sol. 

¿Era un sueño? ¿Qué hacía allí en ese lugar desconocido? 

La voz de una mujer, acompañada de tímidos golpes en la puerta del cuarto, acaparó toda mi atención. Verdaderamente, al escuchar su llamado tuve miedo y algo de incertidumbre y no estaba soñando. 

Su voz era suave y era semejante a la de mi madre: 

—¡Andrew, despierta! Es hora de desayunar, hijo. Debes abrigarte porque viene lluvia. 

Estaba sorprendido. El comienzo de una vida nueva y sorprendente estaba a escasos pasos, cuando bajé por las escaleras y tomé contacto con la sala y el comedor de la casa. 

Allí estaban ellos, sentados en torno a una mesa redonda de madera. Eran mis padres. El sol iluminaba sus rostros inquietos, porque mi semblante lucía con una mezcla rara de temor, timidez y desconfianza. 

—¿Qué sucede Andrew, te sientes bien hijo? —preguntó mi madre con preocupación. 

—¡Anda, ya, pequeño demonio! ¡Siéntate y termina con tu desayuno! —dijo mi padre con humor superlativo—. Él estaba elegante, alegre como siempre, sonrisa ancha y atizados cabellos ralos peinados prolijamente. 

No hice una sola pregunta y devoré el desayuno con avidez. En verdad me preocupaba que ellos me llamasen Andrew, cuando mi nombre era Paul. Acompañé esa duda dándome adrede un pequeño golpe en mi frente con el borde de la mesa. Mi padre se percató del hecho y frunció el ceño. Nada dijo. Yo quería saber si estaba soñando, pero no lo estaba. Todo era real y terminé de convencerme cuando mi madre se incorporó de su silla y noté su embarazo. 

Si me hubiesen llamado por mi nombre estaría convencido de que la muerte de mis padres había sido solo un sueño. 

Cuando pasó el tiempo y pude asimilar el hecho de que estaba viviendo en un mundo paralelo al de la calle oblonga, todo fue como un renacer. Sentí que Dios me daba una oportunidad de vivir en un mundo a mi medida y lejos de la soledad, de la oscuridad y tristeza de la solitaria calle oblonga. 

Mi nueva vida me sentaba de maravilla. Era en ese entonces una existencia de alegría plena. Mi hermana nació y se llamó June. Era preciosa como mi madre. 

Con algunos años más, comprendí el suceso con claridad. Mi vida trunca en la calle oblonga continuaba aquí, en este otro lado, usurpando la mente y el cuerpo de Andrew. Solo había algunos detalles insignificantes que no alteraban mi ritmo de vida. Dejé de llamarme Paul y Andrew me sentaba mejor; pero yo seguía vagando en la calle oblonga. 

Muchas veces intuí que dejaría de estar en contacto con el mundo de la calle, pues este lado, también real, se adaptaba a las necesidades de mi ser. Cada vez que volvía a estar en contacto con mi lugar de origen no podía respirar ni avanzar. Todo estuvo bajo mi control, porque solo visitaba la calle oscura en mis sueños. Cada vez que me acostaba volvía allí, a caminar en la oscuridad silbando alguna canción. 

Cuando ese día, paseando en mi bicicleta volví involuntariamente a la calle oscura, las realidades comenzaron a fusionarse. Perdí poder de discernimiento y fue Andrew el que me sedujo a abandonar las sombras y la soledad. A la edad de veintitrés años abandoné la calle oblonga para estar al lado de Andrew Colter y seríamos amigos hasta el final. 

Y queda poco tiempo para ese final. Solo un par de días para mi ejecución. Atravesaré una puerta por última vez. Será la de mi celda. Me he cansado de atravesar puertas. Estar en el corredor de la muerte fue aburrido. Vaya lugar para tratar de alinear mis desajustes de personalidad. Ya es demasiado tarde. Aunque piensen lo contrario, sé realmente quien he sido y en que me he convertido en estos años en prisión. Ya no tengo papel para poder escribir esta parte nueva de mi historia. Puedo ser reiterativo en algunos pasajes de mi relato, pero en mi celda, mi única compañía han sido mis escritos. Desde la muerte de mi amigo Peter Robertwood, hace tres años que no recibo visita. Es lógico. Siempre estuvo él, mi amigo Danny, apoyando mi inocencia en el asesinato de Amy. El viejo gastó demasiado dinero para intentar sacarme de la cárcel hasta que quedó postrado y ya no pudo moverse. Siguió intentando por años hasta que un día frío de invierno no despertó. Hubo otras personas que creyeron en mi inocencia. No dieron sus nombres para no perjudicarse. Siempre sospeché que Vincent, Conrad y Bridgestone creyeron en mí. La señora Teleman siempre supo que yo no había asesinado a su hija. Pero perdí credibilidad cuando se comprobó que yo había matado a los hermanos Burton, pues habían encontrado huellas mías por todo el automóvil y había olvidado mi cuchillo en la escena del crimen. No se encontraron huellas en el cuerpo de Amy para culpar a Al Rights y a Bob Tyler del asesinato. Tampoco hallaron otras huellas en su cuerpo, pero encontraron mis gafas rotas en la escena del crimen y fue suficiente para condenarme. Cometí muchos errores. No he dejado de pensar en Amy ni una sola noche en diecisiete años… 

Tal vez piensen que algo estoy ocultando. Tal vez esperan que confiese que asesiné a Amy y a mi familia. 

No enmendaré el error de mencionar a mi familia. Al fin y al cabo terminarán pensando que no me he recuperado y que les estoy volviendo a mentir. ¡Malditos! Quieren que me haga cargo del asesinato de mis padres y de mi hermana. Fue un total invento para que cargue con el peso de una deficiente investigación. Hallaron los cuerpos de mi familia en las afueras de Wasatch Front. Habían sido enterrados a poca profundidad y terminaron de cubrir los cuerpos con ramas de árboles caídos. Mi madre Isabela y June tenían varios disparos de arma de alto calibre. Dijeron que un testigo había visto salir de la casa a un hombre calvo; y que su nariz se destacaba en su rostro frío y arrugado. Estuve ahí. Paul estuvo allí, pero yo no maté a mi madre ni a mi hermana. 

Tengo derecho a permanecer callado. Terminaré de contar todo de una vez. Y me pone de mal humor que vaya a ser ejecutado por limpiar la basura. 

Aquí dentro desee ser por siempre aquel niño de cinco años que despertaba por las mañanas con el beso tibio de mi madre. Nada sabía acerca de la muerte. Cuando mis padres y mi hermana a punto de nacer no regresaron, mi mente se fraccionó en miles de pedazos. Salí de la calle oblonga y pude entrar en la otra realidad para prolongar mi felicidad al menos por un tiempo. 

Al cumplir dieciocho años, un año después de haber matado a Mary Creesle, me alisté en el ejército. No pude continuar con mis estudios. Por amor a mi madre debí deshacerme del problema y matar a la prostituta. Mi vida de estudiante se había terminado y todo por culpa de mi padre. La relación de mi padre Alan con Isabela se estaba deteriorando, y mi hermana June mostraba la rebeldía típica de una adolescente. Estuve de servicio en Irak. Fui herido en combate y volví a la nada. No había nada para mí al regresar. Tenía veintitrés años cuando volví a mi pequeña casa en Wasatch Front. Tenía deseos de estar allí después de muchos años de ausencia. Al regresar, Isabela y June habían sido asesinadas. Mi padre Alan se había fugado otra vez con una joven prostituta, no sin antes matar a balazos a mi madre y mi hermana. Le había advertido al viejo, años antes de su mal comportamiento y lo volvió a hacer. Nunca dije una sola palabra de lo que sucedió después. Al comenzar el siguiente día afloró la parte más oscura de mi ser. Mi mente le dio forma definitiva, poder de acción, decisión, y un nombre: Paul Wenever. Paul fue tras los pasos de mi padre y la pequeña zorra. Tengo derecho a permanecer callado y no contaré lo que Paul hizo con ese par de bolsas de basura. 

La puerta de mi celda se está abriendo. Es hora. El hombre muerto comenzará a caminar por el pasillo de la muerte. Andrew y Paul serán ejecutados por limpiar la basura de las calles. 

Les diré que es lo que siento en este momento… 

Será sencillo decirlo. 

Siento que seré libre al fin. 

Siento paz… 

—¿Siente usted lo mismo señor Paul Wenever?

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